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Literatura en Pina

EL VUELO DE ELOÍSA -José Manuel González-

EL VUELO DE ELOÍSA -José Manuel González-


Nació muerta, los médicos hicieron lo imposible para reanimarla y consiguieron traerla a este mundo. ¡En qué mala hora! Estaba cianótica, llena de moratones por las maniobras de la reanimación, cubierta por completo por una capa de moco que le daba un aspecto de monstruo.
No lloró, entró en la vida en silencio, como si supiera que no debía de haber nacido, como si estuviera en un mundo que no le correspondía. A duras penas, los padres, se hicieron a la idea de sus limitaciones físicas. Parecía un vegetal, un ser amorfo que dependía de una máquina para sobrevivir. Poco a poco, la fuerza interior de Eloísa fue venciendo a la muerte y de la cérea piel de crisálida que la envolvía surgió una mariposa-niña de belleza extraordinaria.
La piel traslúcida, hendida de retorcidos caminos de venas lila, se le cayó como a las serpientes y, bajo ella, emergió una espléndida epidermis rosada y sana, cubierta de una pelusilla dorada que a todos maravillaba.
Sus padres estaban felices. La desgracia inicial del traumático nacimiento se vio recompensada con el nuevo aspecto de su hija. La madre
paseaba, orgullosa, a Eloísa por todo el pueblo. Los vecinos, no obstante, se apartaban inquietos cuando ellas pasaban.
Eloísa crecía y crecía dentro de su carrito de paseo. Veía pasar los árboles del parque y oía como los pájaros, hasta los jilgueros, enmudecían al instante cuando sentían su presencia.
Y empezó a andar y al tropezarse un día, con el perro seter de falsa porcelana china, descubrió que tenía un bulto en la espalda. La protuberancia, palpitante y cálida, le picaba cada vez más. Eloísa lloraba, pero nadie la escuchaba. Su madre la veía abrir la boca angustiada, pero nada oía. Su padre la mecía con sus brazos lacios y a Eloísa nadie la sentía.
Un día, cuando más le picaba, se rascó con saña en la corteza de un roble. Se desgarró la piel y surgieron las alas: unas alas etéreas, casi de hada, unas alas transparentes, sin peso ni forma. Y batió las alas y, del mismo modo que había empezado a andar, se elevó del suelo hasta la copa del árbol. Desde allí contempló su casa. Vio los tejados viejos, las antenas y la ropa tendida en los terrados. Vio a su madre llorando y a su padre mirando al cielo. Le gritaban que bajara, pero ella no hacía nada. Cuando el sol se ocultaba, descendió flotando hasta sus brazos y, por instinto, ocultó las alas. Eloísa sonreía, su madre la abrazaba y de pronto, una voz cantarina, como de cristal templado, salió de sus labios antes callados. Su madre, extasiada, la llenó de besos y Eloísa cantaba. Eran canciones tristes, con palabras extrañas, pero Eloísa cantaba. El padre acudió corriendo, casi sin rozar el suelo, y cuando las vio abrazadas, se sumó al abrazo y contuvo el llanto.
A partir de ese día, a Eloísa, los pájaros la rodeaban. Los gorgogeos de los ruiseñores, de las calandrias y las cardelinas se unían en un coro animal en el que Eloísa era la solista destacada. La voz de vidrio de Eloísa se tornó de plata, con brillos, tintineos y olor a albahaca. Un sonido tenue, sin estridencias que llegaba al alma. La gente del pueblo se congregaba cerca de la casa, para oír sus cantos, para convencerse por sí mismos de que la rara voz de la niña no era un sueño. Pronto la noticia llegó a la ciudad y enviaron un tropel de periodistas armados con preguntas y cámaras fotográficas.
Hicieron fotos de todo: del jardín marchito de la entrada, de las macetas de margaritas y la madreselva, de la verja rota que tanto chirriaba, del roble centenario que daba sombra a la casa y hasta del dichoso perro de porcelana.
Las preguntas caían sobre los padres de Eloísa como el chaparrón de una tormenta de verano y, de la misma manera que se ignora la lluvia que cala los huesos, ellos ignoraban a esos molestos fisgones y seguían mirando con embeleso a su hija. Al poco tiempo, los de la capital se cansaron del silencio y regresaron a sus periódicos con las libretas llenas de especulaciones y opiniones disparatadas.
Un día de marzo, llegó un buhonero al pueblo y pasó por la puerta de la casa de Eloísa. Llevaba un furgón cargado de baratijas y entre ellas una vieja bicicleta de color rojo óxido. Papá la compró, ajustó los ruedines, lijó la herrumbre y la pintó de verde.
Eloísa estaba encantada con la bici. Al poco tiempo rodaba por toda la casa haciendo sonar el timbre de hojalata que mamá le había com-
prado. Parecía que, con la novedad del juguete, se le habían olvidado sus cantos de ninfa y hacía tiempo que no se elevaba del suelo. Pero la naturaleza de Eloísa era más fuerte que la fuerza de la gravedad y un día, mientras paseaba por el patio, las alas de mariposa batieron de nuevo sin ruido, elevando su cuerpo etéreo hasta perderse de vista, hasta confundirse con las nubes, hasta fundirse con los rayos de sol del atardecer. Los pájaros la siguieron hasta detrás del horizonte. Los padres de Eloísa gritaron en vano y el viento de marzo les devolvió sus lamentos, pero Eloísa ya no era Eloísa, y se perdió en la nada.
Por eso, por la mañana, el padre de Eloísa, cogió su furgoneta, cargó la bicicleta, condujo entre sollozos hasta el barranco angosto y la lanzó volando hacia el túmulo del vertedero, pero, antes de llegar al suelo, un inmenso imago con cuerpo de libélula, emergió rasante y, como ave rapaz, atrapó en vuelo la bicicleta verde con timbre de hojalata.

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