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Literatura en Pina

BARRANCO ABAJO -Julia Gallego-

BARRANCO ABAJO -Julia Gallego-

-¡Me voy!- dijo una mañana.
Y a la Goya le brillaban los ojos como si fuera a llorar. A la Goya, aquella mañana, le pesaba la cabeza y notaba un sabor amargo en la boca. Sin ella darse cuenta aquel veneno le iba corroyendo el alma por dentro.
-Tal vez, es mejor así- se dijo, mientras salía por la puerta, dando un fuerte portazo.
En la cocina, una pila de platos, vasos, cubiertos y restos de comida reseca, de la noche anterior, quedaron, sobre la mesa, en un abandono descuidado.
Aún no había amanecido. La calle permanecía solitaria. Sintió frío.
“No me hará esto. No permitiré que esa puerca se salga con la suya. Te lo juro, madre”.
Aceleró el paso hasta el cruce con la carretera. Desde la ventana del bar Crespo, vecino a la tahona del tío Tirra, Matías, “el tuerto” y la Quica, los dueños, la vieron pasar.
-Apuesto que la Goya va en busca de lo que es suyo –dijo Matías a la Quica, bajito.
La Quica dejó, por un momento, de restregar el suelo, se secó las manos en el delantal y exclamó:
-¡Y hará bien! ¡Menuda la zorra esa, anda que…! ¡De tal palo, tal astilla!
-¡Buena hembra, la Goya, eh!- volvió a decir el Matías, con rostro malicioso.
-¡Mas respeto, esas cosas no se dicen a tu edad…! –dijo la Quica a punto de estallar.
-¡Qué pasa contigo!- dijo- Si estás buscando liarla, dilo. Sólo digo lo que siento: ¡Que es una buena hembra la Goya, y punto! No creo haberle faltado al respeto por eso…
La Quica volvió de nuevo a restregar, esta vez con más fuerza, el suelo, mientras observaba al Matías con el rabillo del ojo. Mientras lo hacía, le vino a la mente el señor Juan, el padre de la Goya. Él era el dueño de las mejores fincas del pueblo y, allí, en su casa, conoció a su Matías. Cuando su Matías entró a trabajar como mulero, ella llevaba ya un par de años como criada. Los mismos que llevaba la Santa que, bien mirado, de santa sólo tenía el nombre. Por aquel entonces, ya se la tiraba el señor, bueno, a la Santa se la tiraba más de uno y más de dos… le tiraban mucho los pantalones a la Santa; por eso le duró tan poco el trabajo en la casa. También al Matías lo encontré untando de aquel plato, también… hasta que, un mal día, cegada por los celos, cargué con la escopeta del señor y le quise pegar un par de perdigonazos en el culo, con tan mala puntería que le entuerté el ojo. Pero, lo de ahora… se ve que la Santa se le ha vuelto vieja y que al señor Juan le gusta la carne más tierna, ya se sabe “al burro viejo, forraje tierno…”
En la bocacalle que se abría hacia la casa del pueblo, a lo lejos, vio como alguien le hacía una seña, como saludando, y la Goya que tenía la vista como un lince reconoció a Francisco, el que fuera pastor de su padre.
A medida que éste se alejaba, recordó a la Goya cuando era pequeña: ¿No se le metió en la sesera aprender a ordeñar las cabras? ¡Mecaguen la zagala de dios…! ¡Qué lista era…! Y cuánto ha llovido desde entonces… Pobre señora, que joven se nos fue. ¡Dios la tenga en su gloria! Y tan guapa… A guapa no la ganaba ninguna, a más que más, la Goya es la que más se le parece de las cuatro hijas que tuvo, aunque las otras no le andan a la zaga, no…
Poco después de agitar varias veces la mano para saludar a Francisco, la Goya se detuvo en seco. De pronto y a unos quince metros escasos, y apoyada sobre una puerta falsa, divisó lo que había venido a buscar. Algo que le pertenecía sólo a ella, algo que su madre le había regalado el mismo día que cumplió sus veinte años, algo que nadie debía profanar. A la Goya, en aquel momento, le quemaba la sangre, y le dolía su desesperanza. Repentinamente experimentó deseos de venganza. Estudió, incluso, el procedimiento aunque, ese fuera como someterse a su propio suicidio.
Justo desde la ventana de enfrente, Flora, la hija de la Santa, la vio alejarse empujando la bicicleta y murmurando.
-¡Ande con ojo, señorita Goya! ¡Ande con ojo…! Mañana mismo, esa bicicleta, estará de nuevo en mi puerta – masculló, por lo bajo, y sonrió con su habitual mueca. Mientras, desde la cama, la voz apremiante del señor Juan demandaba lo que, desde hacía algún tiempo, ella le daba a cambio de buenas pesetas.
La Goya avanzaba camino del monte. La ira y la impaciencia la llevaron a pedalear con mas fuerza su bicicleta que chirriaba a cada vuelta de las ruedas. Corría contra el viento, sumida en su rabia, y el aire penetraba en sus pulmones y se expandía por todo su cuerpo. Una pareja de la guardia civil pasó, junto a ella, mirándola. La saludaron: “Buenos días”, le dijeron. Pero ella no contestó. Se acordó de lo que tenía que hacer. Se hizo a un lado del camino y cortó por el cerro, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando campos pedregosos. Cuando llegó al borde del barranco era ya de día. Miró a lo lejos el cementerio. Su madre estaba allí, descansando en su tumba. Ya sin ningún despertar. Bajó de la bicicleta. Cerró los ojos, y la dejó caer barranco abajo, rodando y rodando.

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