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Literatura en Pina

Ejercicios con Ismael Grasa

NUESTRO SEGUNDO PROFESOR: ISMAEL GRASA

NUESTRO SEGUNDO PROFESOR: ISMAEL GRASA

   Ismael Grasa (Huesca, 1968) ha publicado las novelas De Madrid al cielo (finalista del Premio Herralde de Novela y ganadora del Premio Tigre Juan), Días en China y La Tercera Guerra Mundial. Es autor del libro de viajes Sicilia y de los libros de poemas y relatos Nueva California y Trescientos días de sol. Es profesor de bachillerato de la asignatura de Filosofía y colabora con diferentes periódicos y revistas, como Heraldo de Aragón, El País o Letras Libres.

Alguien que escribe

"El escritor es alguien que escribe. Esto parece una verdad de Perogrullo, pero lo cierto es que la mayor parte de los que pasan su vida sintiéndose escritores no llegan nunca a escribir. Escribir es algo que normalmente se hace sentado, con un ordenador o un bolígrafo o una pluma. Escribir es algo que tiene que ver con la columna vertebral, con el cojín de la silla, con la postura. Es algo que cansa, una actividad. Es algo que alguien hace antes de comer, en una habitación; o después de comer, mientras otros hacen otras cosas. A uno le pueden preguntar entonces: “¿Qué estás haciendo?”. Y uno responde: “Escribir”.
Otra cosa que repito cuando he dado algún taller es que normalmente las personas no tienen tiempo para escribir. Realmente, tampoco para leer. El que dice que no tiene tiempo para leer es que no es lector. Y lo mismo con la escritura. El tiempo de la escritura es un tiempo en el que uno ha decidido dejar de hacer otra cosa o de estar con otras personas. Es el resultado de una elección.
Durante varias semanas nos hemos juntado un grupo de personas en Pina de Ebro para llevar a cabo un taller de escritura. Hemos hecho diferentes ejercicios en los que cada uno ha tratado de dar lo mejor de sí. Hemos leído textos en voz alta para que los demás los valorasen: ¿contiene algo de emoción verdadera ese texto?, ¿es innecesario?, ¿hace mejor el mundo? Es verdad que también parábamos a merendar y a charlar. Pero si alguien hubiese entrado en la sala cuando permanecíamos callados con nuestros cuadernos, mientras hacíamos alguno de los ejercicios, y hubiese preguntado “¿Qué hacéis?”, hubiésemos podido responder que escribíamos."

YO ME ACUERDO -Ana María Rocañín-


… De cenar sentada en la banca de mi abuela al lado del hogar.
… De la gitana que llamaba a la puerta de casa y a cambio de hacer una cesta de anea, mi madre le daba un hueso del pernil. Yo siempre me preguntaba como se las componía esa señora para convertir aquel zancarrón en cesta.
… De las historias que me contaba mi abuelo Fermín sobre la guerra de Melilla y me acuerdo de la canción que se inventaron entre tres compañeros que se llamaba “La quinta del 24”.
… De la primera sonrisa de mis hijos a los pocos días de nacer.
… Del día que nació mi hermana. Yo volvía del colegio después de un gran sofocón porque la maestra se había empeñado en que saldría de allí “sabiendo sumar quebrados”. Me mandaron a comprar un chupete y todo el mundo se pensó que yo había llorado por mi hermana.
… De los quesitos helados que vendían en el quiosco.
… De cuando hacían las vacas en la plaza. Recuerdo el olor de la madera de las vallas.
… De bebernos la gaseosa en el cine y ponerla tumbada para que se fuese redolando por el suelo de madera cuesta abajo e hiciese ruido.

YO ME ACUERDO -Arrate Gallego-

Yo me acuerdo de las tardes de Domingo viendo la tele en casa de los abuelos.
Me acuerdo de la serie Sandokán, y que invitábamos a nuestros vecinos para que vinieran a verla con nosotros, porque ellos no tenían televisor.
Me acuerdo que te marchaste con tus amigos en una tarde de Domingo.
Me acuerdo de la ropa que llevabas, del olor a tierra mojada, a leña quemada, del olor a ti.
Me acuerdo que te esperé sentada en la escalera de piedra que daba al patio.
Me acuerdo del miedo y el dolor, porque no regresaste.

YO ME ACUERDO -Jaime Sanz-

Yo me acuerdo de la casa donde viví hasta los nueve años, con sus paredes azules, su suelo frío y sus radiadores de hierro fundido.
Yo me acuerdo de la boina y del bastón de mi abuelo paterno.
Yo me acuerdo de mi abuela materna, menuda y siempre vestida de negro, viendo la misa los domingos en su televisión de blanco y negro.
Yo me acuerdo de la vieja gallina de mi abuela, huidiza, asustadiza, siempre escarbando.
Yo me acuerdo del cuatro latas de mi tío, blanco, siempre preparado para salir al campo. Yo me acuerdo de haber puesto en la radio alguna cassette de Manolo Escobar.
Yo me acuerdo de la puerta castellana de la habitación de la casa de mi abuela donde dormíamos.
Yo me acuerdo de un globo que me compró una vez mi padre en unos Pilares, y de cómo se subía al techo del cuarto de estar, pintado de verde, de la casa donde viví hasta los nueve años.
Yo me acuerdo de una cabalgata de los Reyes Magos. Mi padre me llevaba sobre sus hombros.

YO ME ACUERDO -Julia Delcazo-

Recuerdo cuando íbamos a coger moras al paseo y para coger las más buenas había que subirse a los árboles. Y recuerdo que no sé por qué era siempre yo la que se subía, cogía las moras y las echaba a las amigas después, claro está, de comerme las más gordas. Y recuerdo que eso que dicen de que “para bajar todos los santos ayudan” se quedó grabado en mi memoria como una gran patraña el día que al bajar me deshice el único vestido que tenía para mudar, por lo cual, además del daño que me hice, mi madre cuando llegué a casa me propinó una buena zurra.
Recuerdo que cuando venía la tía Fina al pueblo, pues trabajaba en la capital, yo me iba con ella a dormir en casa de la abuela. Y me acuerdo de su olor y de cómo me contaba cuentos para que me durmiera.
Y recuerdo al tío Andrés que me aupaba en alto y, como era su primera sobrina, me decía: “aunque tenga hijos no los podré querer como te quiero a ti”; pero pronto me di cuenta de que eso no vale.
Recuerdo cuando íbamos de pequeñas a mirar las carteleras de los dos cines que teníamos y de la rabia que nos daba que no fueran “toleradas” o que lo fueran pero con reparos, que quería decir que si entrábamos luego teníamos que confesarnos porque, según nos decían, era pecado.
Recuerdo que me eligieron con tres amigas más para llevar la caja de un bebé que había fallecido. Lo llevamos andando hasta el cementerio, pues era esa la costumbre entonces, y al volver a casa del pequeño difunto me senté en una silla con mucho respeto y veía como la gente antes de marchar le daba un beso a la madre de la criatura y le decía unas palabras que sonaban siempre igual, pero que yo no conseguía entender. “¿Qué tengo que decirle?” me preguntaba. Mi madre no me había advertido y a mí me daba apuro marchar de allí sin saber lo que tenía que hacer. Al final, cuando ya sólo quedaba yo, no tuve más remedio que marcharme. Me acerqué a la Valentina, que así se llamaba, le di un beso y le dije “gracias”. Cuando me enteré de que, en vez de gracias, le tenía que haber dado el pésame cogí una rabieta de vergüenza que me dio.

YO ME ACUERDO -Marisa Fanlo-

YO ME ACUERDO -Marisa Fanlo-

Yo me acuerdo del pilón del arco de San Roque que construyó mi bisabuelo y en el que nos hacían fotos a todos sus descendientes cuando no teníamos ni un año.
Yo me acuerdo de la tienda de la Pilarín, que siempre nos daba chocolate cuando nos veía por allí fuera.
Yo me acuerdo de que mi abuela y sus hermanas siempre estaban en el comedor de la tía Carmen, con la ventana que daba a la plaza.
Yo me acuerdo de que, cuando era una cría avergonzada de que le acababan de salir las tetas, mis tías siempre me decían que tenía que andar “bien tiesa”.
Yo me acuerdo de Juan, el Rosquillas, que tenía la barbería debajo de la casa del cura y que siempre les cortaba el pelo a mis hermanos.
Yo me acuerdo del Ángel, el Cojo, que no consiguió que mi hermano se hiciera del Madrid ni con todos los caramelos de su quiosco.
Yo me acuerdo de todas las noches que recé delante de la Virgen de la cabecera de mi cama para despertarme al día siguiente con el pelo liso y largo.
Yo me acuerdo de aquellas noches leyendo debajo de las sábanas con una linterna.
Yo me acuerdo del año en que me pusieron gafas, quizás por culpa de aquellas noches y aquella linterna.
Yo me acuerdo del mes de mayo, de las flores y de los cánticos delante de la Virgen que había en la entrada del colegio.
Yo no me acuerdo de cuándo me di cuenta de que no me creía esas historias.

COSAS DE LA VIDA -Julia Delcazo-

Era domingo y estábamos mudadas porque habíamos ido a Misa Mayor y además por la tarde íbamos a ir al cine.
–No os mováis de aquí que vengo enseguida – gritó mi madre desde la puerta de la cocina.
–Vale – respondí.
–Y cuida de tu hermana.
–Vale.
Nos quedamos en la cocina, en la banca grande, mi hermana y yo. Ella tenía un año y medio. Yo le quito seis. A mi lado una pilada de tebeos: El Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín y unos hombrecillos verdes que venían del espacio transportados en sillones voladores. De estos no recuerdo el nombre, aunque tenía muchos y me gustaban. Me los traían los primos de Barcelona cuando venían a casa a pasar el mes de agosto. Estábamos en noviembre y ya me los había leído un par de veces. También me traían de Azucena y de Lolita.
En el hogar una buena fogata, pues hacía frío, y una enorme olla de agua hirviendo. Yo leyendo los tebeos y mi hermana dando vueltas alrededor mío: bajaba por la izquierda y pasaba haciendo equilibrios por delante de mí pisando el hierro que bordeaba por dentro el hogar, se supone que para que la piedra no se quemara, volvía a subir por mi derecha una y otra vez... Embebida en mis lecturas, la verdad es que no le prestaba mucha atención, sólo de cuando en cuando le decía “ten cuidado que te caerás”.
De pronto uno de sus pequeños pies resbaló y se precipitó encima del fuego. No sé cómo fue porque todo ocurrió en décimas de segundo. Recuerdo que la quise sujetar, pero no pude evitarlo y, en vez de caer en el fuego, cayó en la olla del agua que a su vez se volcó.
La saqué del hogar, le remangué el vestido y le bajé los pantalones. Llevaba el culete en carne viva. Yo sentí nauseas, pero no de asco sino de dolor. Sin embargo no lloré, aunque tenía muchas ganas. La dejé en medio de la cocina sujetándose la ropa y chillando de dolor y salí corriendo de casa en busca de ayuda.
A cuatro puertas de mi casa vivía la tía Carmen, prima de mi padre. Nos llevábamos muy bien y nos visitábamos todos los días. Pensé que
mi madre estaría allí y desde la puerta gritando pregunté:
–¡Tía! ¿está mi mama?
–No – me contestaron desde la cocina.
Salí corriendo de allí y fui a casa de las dos o tres vecinas con las que mi madre tenía más confianza. Pero no estaba con ninguna.
Entré en casa; mi hermana seguía llorando y chillando a la vez. Al verme se soltó la ropa que todavía se sujetaba y extendió sus brazos hacia mí a la vez que me llamaba: “¡tata, tata!”.
Volví corriendo a casa de mi tía, llorando desconsoladamente. Esta vez entré hasta la cocina y al verme enseguida me preguntaron:
–¿Qué te pasa?
–¡Mi hermana se ha caído al fuego!
No preguntaron nada más; se levantaron y con las manos en la cabeza echaron a correr ella y mis primas que también estaban. Salieron hacia mi casa. Yo las seguía. Mi hermana se oía llorar desde el patio.
–¡Alabado sea Dios! – dijo mi tía cuando la vio asomar por la puerta.
La pobre me había seguido llamando: “¡tata, tata!”. La cogieron en brazos con cuidado y la llevaron a su casa. La desnudaron, le untaron el culete con aceite de oliva y la envolvieron en gasas.
Cuando llegó mi madre a casa se encontró la puerta de par en par y el fuego apagado. La suerte fue que la misma agua que escaldó a mi hermana apagó las llamas ya que si le hubieran prendido las ropas de lana que llevaba seguro que el desastre hubiera sido mucho mayor. Al fin y al cabo yo sólo tenía ocho años.
Con aquellas quemaduras hoy la habrían ingresado con urgencia en la unidad de quemados y habría estado por lo menos tres meses.
Llamaron al médico, que le hizo una cura con pomadas y gasas esterilizadas. El medicamento que le ponían valía sesenta pesetas y lo gastaban en un día, pues era mucha extensión la que llevaba quemada y tenían que curarla dos veces al día. El jornal de un hombre por aquel entonces ascendía a cincuenta o sesenta pesetas.
Le costó casi año y medio curarse y cuando pudo ponerse de pie no sabía andar. Con más de tres años tuvo que volver a aprender. Por entonces ya le habían cicatrizado las heridas y le picaban y le molestaban tanto que había que estar toda la noche rascándole. Dormíamos juntas y yo le rascaba, pero me cansaba y entonces venía mi madre un rato. Yo me iba a su cama con mi padre. Después se levantaba él y luego yo volvía a mi cama otra vez. Así pasamos muchas noches y nunca he olvidado aquel lloriqueo: “¡que me picaaaa, que me picaaaa!”. Era un sonsonete mecánico y machacón que nos estremecía a todos y más de alguna vez nos hacía llorar de impotencia.
Nadie hizo reproches a nadie porque todos nos sentíamos culpables de lo sucedido. Mi madre, que fue a ver a su padre que se había puesto enfermo, se sentía culpable por dejarnos solas; mi padre por no estar en casa y yo por no tener más cuidado.
Lo que iba a ser una fiesta se convirtió en una desgracia y, puesto que tan sólo contábamos con el sueldo de mi padre, aquello, añadido a nuestra humilde situación, fue la gota que colma el vaso.
No obstante nos sentimos muy felices el día que mi hermana empezó a andar de nuevo y a hacer vida normal.
Mis padres acababan de vender a un carnicero un corderillo que anteriormente habíamos comprado muy barato a un ganadero. Lo vendían barato porque la oveja madre había tenido gemelos y le quitaban uno para que criara bien al otro o simplemente porque no lo podía criar. Nosotros lo criamos con biberón primero y luego con alfalfa, maíz, etc., durante un par de meses y luego lo vendimos para sacar un dinerillo extra.

Aquel domingo, mi padre, muy contento porque se lo habían pagado bien, dijo mientras comíamos que ya que no teníamos que tapar ningún agujero, nos íbamos a hacer un regalo los cuatro y por la tarde iríamos todos juntos al cine. Yo, aunque nunca he sido muy expresiva, recuerdo que me sentí tan feliz que hasta toqué palmas. Y mi hermana, al verme, también. Mi madre preguntó:
–¿Nos lo podemos permitir?
Y mi padre contestó:
–No lo sé, pero nos lo merecemos.
Aquellas palabras, que quizás no terminaba de comprender, me sonaron bonito.
Proyectaban, en uno de los dos cines que teníamos por entonces en el pueblo, la película Sisí emperatriz. Mi madre y yo estábamos entusiasmadas, pues era una película de mucho éxito.
No la vi hasta muchos años después, cuando la volvieron a poner.

AQUELLA NO ERA SU GUERRA -Julia Gallego-

AQUELLA NO ERA SU GUERRA -Julia Gallego-

Papá es la persona que más quiero en el mundo. Le quiero igual, igual que a la abuela. A mí me gusta mucho cuando papá me levanta en el aire. Él, con sus manos cruzadas sobre la cabeza, se agacha un poco y yo, entonces, me cuelgo de uno de sus brazos. Después, él, lentamente, se pone en pie y gira y gira. Y yo vuelo y vuelo en su derredor hasta que siento que me mareo. Entonces él deja de girar y girar y yo dejo de volar y volar y, con sus fuertes brazos, me coge para que no me caiga y me asienta sobre sus rodillas y me cuenta cosas de cuando él no era aún mi papá, de cuando él y mamá se enamoraron y se hicieron novios, mucho antes de que él se marchara a Rusia, un país muy frío y muy lejano. Tan frío que hasta el aliento se le quebraba en el aire y tan lejano que anduvo tiempo y tiempo metido en viejos y negros trenes que atravesaron de punta a punta parte de la vieja Europa. Papá, cuando me cuenta estas cosas, me aprieta muy fuerte contra su pecho y me dice que, a veces, cuando se es joven, uno no es del todo el uno que debiera ser y que eso lo supo al poco de llegar allí. Me habla también de muchos compañeros suyos menos afortunados que él. “Soldados españoles intrépidos y valientes”, dice, que quedaron muertos en vida en los campos de Siberia. A papá, cuando me cuenta estas cosas, siempre le caen las lágrimas. Papá también me dice:
-Escucha, cariño; en todas partes hay gentes buenas, nunca olvides esto. En Rusia, la población civil era buena y sufrida y aquellas pobres gentes no tenían culpa de nada. Y, en las trincheras, el comunismo no fue nuestro peor enemigo. Allí, el enemigo más sanguinario de todos y el único invencible fue el frío.
Yo, entonces, mientras pienso si será ese mismo u otro frío el causante de que mis manos y mis pies se llenen de sabañones en cada invierno, le pregunto:
-¿Quién es el comunismo?
Papá me dice que nadie en concreto, que eso tan solo es una ideología y que tiempo tendré de saberlo cuando sea mayor. Después de largo rato de contarme lo del frente de Leningrado, lo del río Vokhov y la retirada de sus tropas, papá saca del bolsillo de su camisa de cuadros un paquete de Ideales y, lentamente, rasca una cerilla y se enciende un cigarro. Lo fuma despacio, aspirando muy fuerte y echando largas bocanadas de humo. Mientras lo hace, calla entristecido. Yo, entonces, me acerco mucho a él y le miro a los ojos. La abuela siempre dice que en los ojos de las personas se refleja el alma. Pero en los ojos verdes de papá no veo nada. Así, muy juntos los dos, echo mis brazos alrededor de su cuello y le beso y le abrazo y le digo que la guerra es mala, muy mala. O eso mismo dice de la guerra la abuela.
Papá sigue diciendo que aquella no era su guerra, que maldita inconsciencia la de su juventud y que aquel no era su lugar, que tan solo los malos sueños o el fatal destino le habían empujado hacia ese lado. También me cuenta cómo aquellos alemanes, tan duros y tan malos, amigos de uno que mandaba y se llamaba Hitler, a los que papá, equivocadamente, fue a ayudar, entraban en pueblos y ciudades de Rusia y lo arrasaban todo. Él dice que nunca disparó contra nadie, que su única misión en aquella maldita guerra era la de enlace. Entonces le pregunto qué es ser enlace y él me explica que el enlace es la persona encargada de llevar los partes, los correos y las contraseñas de un campamento a otro. Yo le digo que no entiendo eso de los correos, los partes, las contraseñas y todas las demás cosas de esa maldita guerra. Entonces él me dice:
-No importa.
Al poco, mamá viene a buscarme para darme la merienda, pan y chocolate “La Mutualidad”, y le riñe a papá y le dice que eso no son cosas para contarle a una niña. Entonces él la besa en la boca y la llama Irina. Después, mamá se suelta y llora quedamente y dice que la culpa de toda esta locura de papá la tiene la División Azul y la bebida.

VIDA DE SEGUNDA MANO -Ana María Rocañín-

VIDA DE SEGUNDA MANO -Ana María Rocañín-

Salió de la casa dando un portazo. Se sentó en las escaleras de la entrada y respiró hondo.
Vio su bicicleta de paseo apoyada en la verja, se levantó y rápidamente salió pedaleando. Salió del pueblo y tomo el camino hacia el acantilado, uno de sus lugares preferidos. Cuando llegó estaba sudorosa y sofocada por la mezcla del esfuerzo y la rabia contenida.
Apoyó la bicicleta en un árbol y se acercó al precipicio. El mar chocaba contra las rocas embravecido, furioso, echando espuma. Así se sentía ella y gritó, gritó hasta unirse con el mar, cómplices los dos, unidos en la soledad y en la furia.
Cuando se volvió, observó que la bicicleta había perdido un pedal. No se había percatado durante el camino de que llevaba el pie apoyado únicamente en la barra de acero.
Siempre le había dado problemas. Aquel día que tras muchos años se había decidido a comprarse una bicicleta, fue con toda la ilusión a la
tienda. La quería roja, iba a ser la primera que se compraba. Pero se dejó convencer por el vendedor que le ofreció una de color lila de segunda mano que era de toda confianza y estaba impecable.
De segunda mano. Empezó a pensar que casi toda su vida era así, que no había estrenado nada de lo que tenía.
A su marido lo conoció en el trabajo, su mujer había fallecido hacía dos años y al poco tiempo de empezar a salir con él se dio cuenta de que se había enamorado. Tenía dos hijos pero a ella no le importó y pensó que podría ganárselos.
Vivía en la casa familiar que habían comprado con la primera esposa, con sus muebles y enseres, porque pensaron que era mejor para los niños que el ambiente cambiase lo menos posible.
Al principio parecía que todo marchaba bien, pero estaba resultando muy duro porque ellos no la terminaban de aceptar. Y ahora que estaban entrando en la adolescencia las discusiones eran continuas; ella intentaba educarlos como si fueran sus hijos y aunque nunca pretendió sustituir a su madre, la rechazaban diciendo que no tenía ninguna autoridad sobre ellos. Además su marido nunca la apoyaba y siempre acababa quitándole la razón delante de ellos, y más permisivo, cedía a sus caprichos por miedo a que dejasen de quererlo.
Se sentía ahogada y sola.
Observó el mar y respiró libertad. En ese momento se apeó de su vida y decidió que iba a “estrenar” otra. Empezaría por el principio.
Tomó carrerilla, cogió la bicicleta y la tiró por el acantilado. Necesitaba una bici nueva de color rojo.

EL VUELO DE ELOÍSA -José Manuel González-

EL VUELO DE ELOÍSA -José Manuel González-


Nació muerta, los médicos hicieron lo imposible para reanimarla y consiguieron traerla a este mundo. ¡En qué mala hora! Estaba cianótica, llena de moratones por las maniobras de la reanimación, cubierta por completo por una capa de moco que le daba un aspecto de monstruo.
No lloró, entró en la vida en silencio, como si supiera que no debía de haber nacido, como si estuviera en un mundo que no le correspondía. A duras penas, los padres, se hicieron a la idea de sus limitaciones físicas. Parecía un vegetal, un ser amorfo que dependía de una máquina para sobrevivir. Poco a poco, la fuerza interior de Eloísa fue venciendo a la muerte y de la cérea piel de crisálida que la envolvía surgió una mariposa-niña de belleza extraordinaria.
La piel traslúcida, hendida de retorcidos caminos de venas lila, se le cayó como a las serpientes y, bajo ella, emergió una espléndida epidermis rosada y sana, cubierta de una pelusilla dorada que a todos maravillaba.
Sus padres estaban felices. La desgracia inicial del traumático nacimiento se vio recompensada con el nuevo aspecto de su hija. La madre
paseaba, orgullosa, a Eloísa por todo el pueblo. Los vecinos, no obstante, se apartaban inquietos cuando ellas pasaban.
Eloísa crecía y crecía dentro de su carrito de paseo. Veía pasar los árboles del parque y oía como los pájaros, hasta los jilgueros, enmudecían al instante cuando sentían su presencia.
Y empezó a andar y al tropezarse un día, con el perro seter de falsa porcelana china, descubrió que tenía un bulto en la espalda. La protuberancia, palpitante y cálida, le picaba cada vez más. Eloísa lloraba, pero nadie la escuchaba. Su madre la veía abrir la boca angustiada, pero nada oía. Su padre la mecía con sus brazos lacios y a Eloísa nadie la sentía.
Un día, cuando más le picaba, se rascó con saña en la corteza de un roble. Se desgarró la piel y surgieron las alas: unas alas etéreas, casi de hada, unas alas transparentes, sin peso ni forma. Y batió las alas y, del mismo modo que había empezado a andar, se elevó del suelo hasta la copa del árbol. Desde allí contempló su casa. Vio los tejados viejos, las antenas y la ropa tendida en los terrados. Vio a su madre llorando y a su padre mirando al cielo. Le gritaban que bajara, pero ella no hacía nada. Cuando el sol se ocultaba, descendió flotando hasta sus brazos y, por instinto, ocultó las alas. Eloísa sonreía, su madre la abrazaba y de pronto, una voz cantarina, como de cristal templado, salió de sus labios antes callados. Su madre, extasiada, la llenó de besos y Eloísa cantaba. Eran canciones tristes, con palabras extrañas, pero Eloísa cantaba. El padre acudió corriendo, casi sin rozar el suelo, y cuando las vio abrazadas, se sumó al abrazo y contuvo el llanto.
A partir de ese día, a Eloísa, los pájaros la rodeaban. Los gorgogeos de los ruiseñores, de las calandrias y las cardelinas se unían en un coro animal en el que Eloísa era la solista destacada. La voz de vidrio de Eloísa se tornó de plata, con brillos, tintineos y olor a albahaca. Un sonido tenue, sin estridencias que llegaba al alma. La gente del pueblo se congregaba cerca de la casa, para oír sus cantos, para convencerse por sí mismos de que la rara voz de la niña no era un sueño. Pronto la noticia llegó a la ciudad y enviaron un tropel de periodistas armados con preguntas y cámaras fotográficas.
Hicieron fotos de todo: del jardín marchito de la entrada, de las macetas de margaritas y la madreselva, de la verja rota que tanto chirriaba, del roble centenario que daba sombra a la casa y hasta del dichoso perro de porcelana.
Las preguntas caían sobre los padres de Eloísa como el chaparrón de una tormenta de verano y, de la misma manera que se ignora la lluvia que cala los huesos, ellos ignoraban a esos molestos fisgones y seguían mirando con embeleso a su hija. Al poco tiempo, los de la capital se cansaron del silencio y regresaron a sus periódicos con las libretas llenas de especulaciones y opiniones disparatadas.
Un día de marzo, llegó un buhonero al pueblo y pasó por la puerta de la casa de Eloísa. Llevaba un furgón cargado de baratijas y entre ellas una vieja bicicleta de color rojo óxido. Papá la compró, ajustó los ruedines, lijó la herrumbre y la pintó de verde.
Eloísa estaba encantada con la bici. Al poco tiempo rodaba por toda la casa haciendo sonar el timbre de hojalata que mamá le había com-
prado. Parecía que, con la novedad del juguete, se le habían olvidado sus cantos de ninfa y hacía tiempo que no se elevaba del suelo. Pero la naturaleza de Eloísa era más fuerte que la fuerza de la gravedad y un día, mientras paseaba por el patio, las alas de mariposa batieron de nuevo sin ruido, elevando su cuerpo etéreo hasta perderse de vista, hasta confundirse con las nubes, hasta fundirse con los rayos de sol del atardecer. Los pájaros la siguieron hasta detrás del horizonte. Los padres de Eloísa gritaron en vano y el viento de marzo les devolvió sus lamentos, pero Eloísa ya no era Eloísa, y se perdió en la nada.
Por eso, por la mañana, el padre de Eloísa, cogió su furgoneta, cargó la bicicleta, condujo entre sollozos hasta el barranco angosto y la lanzó volando hacia el túmulo del vertedero, pero, antes de llegar al suelo, un inmenso imago con cuerpo de libélula, emergió rasante y, como ave rapaz, atrapó en vuelo la bicicleta verde con timbre de hojalata.

BARRANCO ABAJO -Julia Gallego-

BARRANCO ABAJO -Julia Gallego-

-¡Me voy!- dijo una mañana.
Y a la Goya le brillaban los ojos como si fuera a llorar. A la Goya, aquella mañana, le pesaba la cabeza y notaba un sabor amargo en la boca. Sin ella darse cuenta aquel veneno le iba corroyendo el alma por dentro.
-Tal vez, es mejor así- se dijo, mientras salía por la puerta, dando un fuerte portazo.
En la cocina, una pila de platos, vasos, cubiertos y restos de comida reseca, de la noche anterior, quedaron, sobre la mesa, en un abandono descuidado.
Aún no había amanecido. La calle permanecía solitaria. Sintió frío.
“No me hará esto. No permitiré que esa puerca se salga con la suya. Te lo juro, madre”.
Aceleró el paso hasta el cruce con la carretera. Desde la ventana del bar Crespo, vecino a la tahona del tío Tirra, Matías, “el tuerto” y la Quica, los dueños, la vieron pasar.
-Apuesto que la Goya va en busca de lo que es suyo –dijo Matías a la Quica, bajito.
La Quica dejó, por un momento, de restregar el suelo, se secó las manos en el delantal y exclamó:
-¡Y hará bien! ¡Menuda la zorra esa, anda que…! ¡De tal palo, tal astilla!
-¡Buena hembra, la Goya, eh!- volvió a decir el Matías, con rostro malicioso.
-¡Mas respeto, esas cosas no se dicen a tu edad…! –dijo la Quica a punto de estallar.
-¡Qué pasa contigo!- dijo- Si estás buscando liarla, dilo. Sólo digo lo que siento: ¡Que es una buena hembra la Goya, y punto! No creo haberle faltado al respeto por eso…
La Quica volvió de nuevo a restregar, esta vez con más fuerza, el suelo, mientras observaba al Matías con el rabillo del ojo. Mientras lo hacía, le vino a la mente el señor Juan, el padre de la Goya. Él era el dueño de las mejores fincas del pueblo y, allí, en su casa, conoció a su Matías. Cuando su Matías entró a trabajar como mulero, ella llevaba ya un par de años como criada. Los mismos que llevaba la Santa que, bien mirado, de santa sólo tenía el nombre. Por aquel entonces, ya se la tiraba el señor, bueno, a la Santa se la tiraba más de uno y más de dos… le tiraban mucho los pantalones a la Santa; por eso le duró tan poco el trabajo en la casa. También al Matías lo encontré untando de aquel plato, también… hasta que, un mal día, cegada por los celos, cargué con la escopeta del señor y le quise pegar un par de perdigonazos en el culo, con tan mala puntería que le entuerté el ojo. Pero, lo de ahora… se ve que la Santa se le ha vuelto vieja y que al señor Juan le gusta la carne más tierna, ya se sabe “al burro viejo, forraje tierno…”
En la bocacalle que se abría hacia la casa del pueblo, a lo lejos, vio como alguien le hacía una seña, como saludando, y la Goya que tenía la vista como un lince reconoció a Francisco, el que fuera pastor de su padre.
A medida que éste se alejaba, recordó a la Goya cuando era pequeña: ¿No se le metió en la sesera aprender a ordeñar las cabras? ¡Mecaguen la zagala de dios…! ¡Qué lista era…! Y cuánto ha llovido desde entonces… Pobre señora, que joven se nos fue. ¡Dios la tenga en su gloria! Y tan guapa… A guapa no la ganaba ninguna, a más que más, la Goya es la que más se le parece de las cuatro hijas que tuvo, aunque las otras no le andan a la zaga, no…
Poco después de agitar varias veces la mano para saludar a Francisco, la Goya se detuvo en seco. De pronto y a unos quince metros escasos, y apoyada sobre una puerta falsa, divisó lo que había venido a buscar. Algo que le pertenecía sólo a ella, algo que su madre le había regalado el mismo día que cumplió sus veinte años, algo que nadie debía profanar. A la Goya, en aquel momento, le quemaba la sangre, y le dolía su desesperanza. Repentinamente experimentó deseos de venganza. Estudió, incluso, el procedimiento aunque, ese fuera como someterse a su propio suicidio.
Justo desde la ventana de enfrente, Flora, la hija de la Santa, la vio alejarse empujando la bicicleta y murmurando.
-¡Ande con ojo, señorita Goya! ¡Ande con ojo…! Mañana mismo, esa bicicleta, estará de nuevo en mi puerta – masculló, por lo bajo, y sonrió con su habitual mueca. Mientras, desde la cama, la voz apremiante del señor Juan demandaba lo que, desde hacía algún tiempo, ella le daba a cambio de buenas pesetas.
La Goya avanzaba camino del monte. La ira y la impaciencia la llevaron a pedalear con mas fuerza su bicicleta que chirriaba a cada vuelta de las ruedas. Corría contra el viento, sumida en su rabia, y el aire penetraba en sus pulmones y se expandía por todo su cuerpo. Una pareja de la guardia civil pasó, junto a ella, mirándola. La saludaron: “Buenos días”, le dijeron. Pero ella no contestó. Se acordó de lo que tenía que hacer. Se hizo a un lado del camino y cortó por el cerro, hacia donde estaba saliendo el sol. Subió y bajó, cruzando campos pedregosos. Cuando llegó al borde del barranco era ya de día. Miró a lo lejos el cementerio. Su madre estaba allí, descansando en su tumba. Ya sin ningún despertar. Bajó de la bicicleta. Cerró los ojos, y la dejó caer barranco abajo, rodando y rodando.

TORTURAS Y OTRAS MALDADES -Marisa Fanlo-

TORTURAS Y OTRAS MALDADES -Marisa Fanlo-

Hace dos veranos mi novio, al ver que empezaba a notarse el cambio de trabajo en mi cuerpo -por supuesto para peor- me regaló una bicicleta.
Si os digo la verdad, me alegré mucho, pero todos sabíamos que mi fuerza de voluntad brilla por su ausencia, sobre todo en lo que se refiere a realizar cualquier esfuerzo físico.
La verdad es que me gusta coger la bici y pasear por la arboleda, pero eso no implica que tenga que aguantar ningún sufrimiento. No soy tan masoca, lo siento.
Y cuanto más me insisten en hacer algo, más claro tengo que no lo voy a hacer.
El otro día estaba yo en la frutería y entró la hermana de una amiga mía: «te has engordao», me soltó así, de repente, delante de las cinco o seis personas que había allí. «Anda que no vas con retraso, si ya he adelgazao y todo», le contesté. Evidentemente era mentira, pero me quedé más tranquila.
Al día siguiente me acerqué a hablar con mi madre, que iba paseando por la plaza con sus amigas. Una de ellas, antes de darme tiempo a saludar, me dijo: «cómo se nota la buena vida ¿eh? Cómo te estás poniendo...» Yo saludé a todas y me puse a hablar con mi madre. Seguro que la borde esa dijo luego que había sido una maleducada por no contestar a su amable comentario.
El viernes estaba en el trabajo y volvieron a proponer lo de apuntarse al gimnasio. «Yo paso», les dije. Y ahí estaba el típico compañero ocurrente: «pues falta te hace, je, je». Por supuesto, yo le llamé calvo y hortera. Qué me iba a quedar callada, lo tenía claro.
Ese mismo día por la noche nos fuimos a cenar con unos amigos. Habían sacado ya un par de platos y yo apenas había probado nada. En
cuanto acerqué mi tenedor a un calamar escuché: «cariño, comes mucho». Y añadió: «qué rica gana tiene mi chica». Cogí la copa de vino y me la bebí de un trago. Y entonces sí que empecé a cenar.
Ayer fue mi cumpleaños. 32. Empecé bien la mañana. Mensajes de móvil, llamadas de teléfono y hasta algún regalillo sorpresa de los del trabajo. Me sentía bien, vamos. Y, además, siempre hay gente tan cumplida que te suelta eso de que no aparentas los años que tienes, etcétera, etcétera. Cuando llegué a casa del trabajo y abrí la puerta, enseguida vi su chaqueta en la silla. Oí ruidos en el cuarto del fondo. Fui hacia allí y me asomé. ¡Dios, una bicicleta estática!
Tengo que reconocer que en un principio volví a alegrarme como cuando me regaló la otra, pero ¿esto no puede considerarse ya un insulto?
Hoy iba yo por la orilla del río. Al llegar al puente he bajado de mi bicicleta. Las piernas se me doblaban y todo, después de ocho kilómetros. He mirado a todos los lados por si había alguien, pero la decisión estaba tomada: la he tirado al río. Y si hubiera tenido allí la otra, también habría caído. Estoy en contra de la tortura.

ESPEJITO, ESPEJITO -Ana María Rocañín-

ESPEJITO, ESPEJITO -Ana María Rocañín-

¡Ay, espejito, espejito, miénteme un poquito! Hoy me he encontrado a Maruchi y Fefa y estaban imponentes, aparentaban diez años menos. Claro que una buena peluquería y una ropa a la última, aunque digan que no, sí que hace al monje.
Pero vamos, siempre fueron así, pendientes de su aspecto, con la ceja impecable dale que te pego a la pinza; no gastando en bocadillos para ahorrar michelines y más pendientes de la moda que de ecuaciones y adverbios.
Sus esfuerzos han sido recompensados con un marido bien dotado de billetes que las colocó en el mundo del “glamour”, en el que tienes clase si tienes un aspecto “fashion” y estas al día en las últimas tendencias de moda y decoración. Esto te permitirá compartir almuerzos con platos “de diseño” (en los que cuesta más decir su nombre que consumir la escasa vianda, después de retirar el adorno) y pasar buenos ratos culturizándote en las mejores tiendas donde cuanto más te cobran más buena es.
Iban a recoger a sus niños (un único hijo cada una por supuesto, que el embarazo te deforma y las tetas se te caen de dar el pecho), a una de esas academias donde te los entretienen con todo tipo de actividades y se supone que te los devuelven muy educaditos; cosa que tampoco pueden comprobar por el escaso tiempo que pasan con ellos.
Y a ti te miran de la cabeza a los pies con una expresión de pena y cuando te despides intuyes los comentarios a tu espalda... “¿Te has fi-
jado? Ese vaquero por lo menos tendrá dos años, ese estilo ya no se lleva. Si es que nunca tuvo visión de futuro. Mira que casarse con el primer hombre del que se enamoró... Claro, ahora le toca trabajar. ¿Ves, Fefita, como fue más inteligente dejar colgada la carrera que acabarla como se empeñó esta pobre por vocación?”.
Y yo me he ido con paso acelerado, sintiendo que me salía fuego de las mejillas mientras pensaba en que al llegar a casa tendría que poner la lavadora, preparar la cena, ayudar a mis hijos a hacer los deberes, jugar un rato con ellos, prepararme las clases del día siguiente... ¿Y cuándo encuentro yo un hueco para la pinza?
¿Sabes, espejito?, ¡pues no me veo tan mal! Sólo de pensar mis pobres amigas lo que sufrirán intentando guardar el tipo para no ganar en la competición de la talla. Siempre con la obligación de seguir los convencionalismos para no perder su estatus y conservar unas apariencias que las coartan porque de un modo u otro les han sido impuestas y no escogidas.
Mucha es la pena que me dan por no querer reconocer que frente a eso existe la libertad de elegir un trabajo en el que te encuentras a gusto, de disfrutar de unos hijos que crecen más rápido de lo que tu deseas, de vivir con tu marido por amor, aunque no sea Georges Clooney o Rockefeller (mejorando lo presente), de ponerte unos vaqueros pasados de moda o de una marca anónima porque con ellos te sientes “supermegacómoda” y de usar una talla “taytantos” (que ya empezaremos el régimen algún lunes).
Así que... O sea... ¡Que le den a la pinza!
Espejito, espejito, ¿quién es la más feliz del reino?

EL REFLEJO -Arrate Gallego-

Se miró al espejo; su reflejo no era el de una mujer bella, tampoco joven. Su deseo de ver su rostro iba más allá de lo superficial o aparente; observó sus ojos y la descubrió, aflorando en sus ojos marrones, tiñendo de pequeñas venas rojas la inmaculada parte blanca del ojo. Sintió crecer la ira dentro de sí, asomarse en ellos y sintió temor. Se apartó del espejo y se dedicó a recoger la casa.
Tal vez era su vida vacía, su falta de expectativas, la difícil relación con su esposo; su hijo, que agotaba su paciencia. No sabía el por qué, pero lo cierto es que dentro de sí misma, notaba cómo crecía esa fuerza irracional, que la llevaba a perder el control, insultando y menospreciando a su familia. Intuía que algo no iba bien, pero era más fácil dejarse llevar que luchar contra ella; además en esos momentos de ofuscación era ella quien dominaba la situación, y todos la obedecían. Sentir eso era increíble.
Cuando su hijo regresó del colegio se puso tensa, a la defensiva, volvió al espejo, reconoció la ira en sus ojos y recordó esa mirada en los ojos de su padre. Un escalofrío recorrió su cuerpo, se dirigió a su habitación, podría leer algo, escuchar música; distraer al monstruo que albergaba dentro.
Al anochecer su marido regresó del trabajo, ella se encontraba en la cocina preparando la cena: con un cuchillo cortaba el pan en grandes rebanadas que luego untarían de paté y manteca de cacahuete. Sus pensamientos daban vueltas en la cabeza: son unos egoístas, se decía, hago mil tareas al día y nadie me lo agradece. Notó rugir la bestia en su abismo, hervirle la sangre, manejaba el cuchillo con más fuerza. Frunció el ceño y apretó los labios, era una sensación poderosa que la hacía sentir mejor. Su pequeño entró en la cocina para protestar por la tardanza de la cena, ella lo encaró con aspereza y rozó con el cuchillo su pequeña mano, que en ese momento se deslizaba a coger pan. Se oyó un grito y un pequeño hilo de sangre resbaló hacía la mesa. Sólo es un rasguño, se disculpó cuando su marido entró en la cocina alertado. El pequeño se fue a su cuarto llorando asustado mientras ellos comenzaron una agria discusión.
Ella gritaba cada vez más alto, en un momento dado empuñó el cuchillo hacía él y le cortó en el brazo, su superioridad quedaba patente. Mientras la sangre fluía y goteaba hacía suelo, él la miraba atónito. Ella sintió crecer la ira y la sensación de poder adormeció su sentimiento de culpa. Sonrió para sus adentros. ¡Éste sólo era el primer paso!

HOY ES MARTES -José Manuel González-

HOY ES MARTES -José Manuel González-

¿Quién es ese imbécil que me mira en el espejo? ¿Soy yo o una caricatura de lo que fui? Me veo viejo, el pelo, que antes poblaba mi cabeza, se obstina en crecer en sitios equivocados: en las orejas, en la nariz, en las cejas (parezco a Bresnief) y en la espalda aun que no los vea.
Los pelos de la barba me salen en tres colores: negros, pelirrojos y blancos. ¡Y que duros son los puñeteros! Nunca me ha gustado afeitarme, no sé si por vagancia o por lo mucho que me corto al hacerlo. Empiezo siempre en la mejilla izquierda, luego la barbilla, donde más cuesta rasurar, la otra mejilla y termino siempre en el bigote. Últimamente he tenido que incluir, y no me gustan los cambios, un recorrido por encima de la nariz donde me han salido nuevos pelos. Los de las orejas no me atrevo a cortarlos; me he comprado un aparatito a pilas de esos que anuncian en la tele-tienda y promete maravillosas depilaciones en nariz, orejas, entrecejo y nuca, pero todavía no lo he desembalado. Qué cosa más curiosa: conforme pasa el tiempo, crece la nariz y las orejas mientras el resto del
cuerpo mengua (si exceptuamos la barriga).
Hoy es martes, así que me he puesto la camisa de cuadros azules, la que me da buena suerte. No soy supersticioso, pero es que hoy es martes y los martes “ni te cases ni te embarques”. Salgo de casa teniendo cuidado de hacerlo con el pie derecho, no soy supersticioso, pero es que hoy es martes y los martes… La calle está desierta y nadie me ve escupir en los registros del agua corriente. Tengo que acertar de lleno, por lo menos, en diez de ellos y solo hay catorce hasta la parada del bus, así que tengo poco margen de error. La cosa va bien, ya he acertado a nueve y me quedan aún tres registros. Misión cumplida, el día está salvado.
Subo al bus, el conductor lleva bigote. No me gustan los conductores con bigote así que me bajo al instante, que hoy es martes y no hay que tentar a la suerte. Viene otro autobús, lo conduce un extranjero, pero no hay rastro de bigote. No hay asientos libres en el lado derecho, me quedo de pie ¿habré fallado alguna diana? En la calle hay aparcados doscientos once coches –número primo, que como todo el mundo sabe da buena suerte- por lo tanto me bajo en la siguiente parada aunque estoy a tres manzanas de mi destino.
En el primer semáforo, me paso a la acera de la izquierda, allí la sombra, a esta hora, se proyecta de izquierda a derecha como a mí me gusta. El paso de cebra tiene un número impar de líneas blancas, cuidado de no pisar fuera de ellas. La acera es nueva, el enlosado brilla con la luz de la mañana. A esta hora no encontraré mendigos, no me gustan los mendigos. En la puerta de la oficina de empleo hay un macetero enorme, lo han pintado de verde, mala cosa, a mí no me gusta el verde, da mala suerte y sobre todo los martes. El corazón me late con fuerza, para colmo hay una escalera cerca de la esquina, mis piernas se niegan a seguir, me paro en seco. ¿Y si en la oficina hay un mendigo? ¿Y si lleva bigote? ¿Y si lleva un número de pelos que no es un número primo? ¿Y si va vestido de verde? ¿Y si me dan empleo?
Me vuelvo, empiezo a caminar desandando lo andado, comienzo con el pie derecho, mañana será otro día, que hoy es martes…

YO, Y YO MISMA -Julia Delcazo-

YO, Y YO MISMA -Julia Delcazo-

Con tus cincuenta y muchos estás satisfecha y feliz, aunque no has podido hacer todo lo que habrías querido gracias a tu trabajo y tu entrega a tu familia, marido, hijos y padres. Pero no importa: eres feliz, has hecho lo que debías hacer. Te sientes bien contigo misma.
De pronto, un día te miras al espejo y no te reconoces. Y te preguntas qué diabólico y retorcido personaje lo inventó.
La cruda realidad existe y no tiene remedio. Vieja, fea, gorda ¿qué importa que tú no te sientas así? ¿Qué importa que cuando te veas reflejada en los cristales no te reconozcas?
Dicen que hay que mirarse con amor, que hay que quererse y darse besos en el espejo. Yo, cuando me miro por las mañanas, me asusto:
“joder que pintas”. Y cuando salgo de la ducha mi piropo mejor es: “gorda asquerosa”.
Sin embargo, yo no soy así. Si la del espejo fuera otra persona la miraría con afecto y compasión e intentaría ayudarla a superar su “trauma”. ¿Por qué no puedo hacer lo mismo conmigo? A Dios gracias, tengo muy mala memoria y enseguida me olvido y vuelvo a ser la de antes. Y recuerdo cuando era joven y disfrutaba con cualquier cosa y recuerdo cuando todos mis hijos estaban en casa y llenábamos la mesa y cada uno comentaba sus cosas (aunque siempre con mucha discreción), detalle éste que en el fondo a mí me gustaba. Recuerdo a cada instante a mis nietos y a mi marido. De todos estoy enamorada.
Y miro a la gente cuando salgo y veo que el tiempo pasa para todos, aunque algunos lo sepan llevar mejor que otros. Yo no me voy a quejar de nada y voy a hacer las cosas que me gustan aunque sea encogida y agachada. A la mierda los complejos y la depre y a la mierda la gorda del espejo. Esa no soy yo. Yo soy la que llevo dentro, la joven, la fuerte, la que no se asustaba de nada, la que escucha, la que escribe y pinta aunque no sepa. Qué más da. El caso es hacer algo y que ese algo sirva al menos para que mis hijos y mis nietos tengan un buen recuerdo de mí y un buen punto de referencia, porque es una manera de sobrevivir en el tiempo, aunque sea con discreción y humildemente.
(Punto y seguido)

AQUEL VERANO DEL CINCUENTA Y CINCO -Julia Gallego-

AQUEL VERANO DEL CINCUENTA Y CINCO -Julia Gallego-

Estoy cansada. Hace tiempo que me siento cansada. Llevo varios días dando vueltas y más vueltas a lo que no tiene vuelta atrás. Quizá, lo único seguro es que, tu, volverás a ganarme la partida. Puedo leerlo en tus ojos. Cada vez lo veo mas claro. Poco importa que, yo, suba un peldaño tras otro peldaño, o que los baje de dos en dos. Tú sigues frente a mí, observándome en silencio. Y, al mirarte, aprecio un rostro que no me gusta. No me gustan tus arrugas, ni tus ojos tristes y apagados, ni el rictus de tu boca, ni tu expresión inexpresiva. Y, al verte, me entran ganas de gritar, es más, voy a gritar lo que hace tanto tiempo deseo gritar:
-¡Estoy harta de ti, harta de tus silencios, harta de tu conformismo, harta de tu vida anodina y mediocre, harta de tu papel de cenicienta, harta de tu imagen de hembra sometida, y harta de tu sombra!
Es cierto que casi nunca estuve de acuerdo contigo, aunque, tal vez, me equivoco, tal vez, en mis primeros años, sólo en mis primeros años, quizá, sí pensábamos lo mismo. Creo recordar que todo cambió a finales de aquel verano del cincuenta y cinco.
-¿Recuerdas?
Era a mediados de Septiembre, y faltaban tan solo tres meses escasos para mi cumpleaños. Diez años… ¡Por fin, iba a entrar en el final de mi primera década! ¡Por fin iba a comenzar una nueva etapa para mí! O eso decían todos. Recuerdo que mamá vino a buscarme. Yo estaba de vacaciones en casa de mis primas Manoli y María en un pueblo cercano. Mamá, al verme, dijo que a primeros de Octubre debería marchar a un colegio de Zaragoza, en régimen de internado, y que ya tenía toda la ropa marcada con mis iniciales y con el número cuarenta y dos, un número que, previamente, me habían asignado. En aquel momento, sentí que algo se rompía dentro de mí. Poco importaron entonces mis lágrimas, ni mis pataletas, ni mis amenazas de fuga, ni mis simulacros de no sé cuantas enfermedades… pues, nada de esto hizo desistir a papá y a mamá de lo que ya estaba, firmemente, atado y bien atado.
Tú entonces callaste; resignada, obediente, sumisa… y fue, a partir de aquel momento, cuando supe de tu traición.
Después, pasaron los días y los meses… y confieso que me acostumbré pronto y bien a aquella vida. Me encontré con un mundo insospe-
chado para mí. Un mundo de cultura, de libros, de música, de novelas rosa, de serenatas de tuna los sábados por la noche y de algunas amistades verdaderas y para siempre.
Así pasaron los años, cinco para ser más exacta, y tú, aunque sólo fuera por llevarme la contraria, comenzaste tu guerra. Una guerra donde las hormonas y la nostalgia fueron el detonante que me hizo volver a casa, truncando así mis ansias de ser algo más.
Por eso, y por todo lo que aún queda de mí, paso mi mano, restregando con fuerza, una y otra y otra vez, sobre el cristal donde, ahora, escondes tu rostro.

Dos ejercicios de Jaime Sanz

MICRO RELATO

Desperté y me asomé a la ventana. Del cielo caían sapos y culebras. Estas se metían en todas partes: en las alcantarillas, en los buzones, en las casas, en los coches, en los supermercados, en el pelo de las mujeres.
El cielo se teñía de color verde.
La policía, la Guardia Civil y el ejército se movilizaron para mantener a raya la invasión.

UN OBJETO EN EL BOLSILLO

¡Por fin en casa! Después de una larga jornada de trabajo. Tras desnudarme, me pongo el pijama y un batín. ¡Qué molestia de gar-
ganta! Voy a coger un caramelo del bolsillo. Un momento, ¿qué tengo aquí?
De mi bolsillo, como si fuera una chistera, aparecen unas braguitas. Te las debiste de olvidar el otro sábado.

APELLIDOS -Arrate Gallego-

Mamá siempre dice que somos una vergüenza, y nosotros nos reímos, porque sabemos que somos diferentes. A ella se le ocurrió unir los apellidos de dos familias tan dispares: los Fernández y los Gallego. Los primeros: emprendedores, negociantes, inteligentes, ricos, aventureros y divertidos. Los segundos: pobres, analfabetos, con la mala suerte pegada a sus manos por generaciones, sin futuro, pero con una fuerza de voluntad increíble para superarlo todo.
Fernández y Gallego se unieron y ahora resulta que somos una mezcla de cualidades inherentes a cada apellido, que definen a cada uno de nosotros y que marcan nuestros enfoques ante la vida. Juan con su mala suerte y su gran voluntad es un Gallego. Fernando es divertido, aventurero, es Fernández. Yo soy una mezcla tan equilibrada que no consigo identificarme sólo con un apellido.
La mezcla de inteligencia, aventura, mala suerte y gran fuerza de voluntad definen a grandes rasgos a un Fernández-Gallego, y aunque desearía dejar en herencia a mis hijos el apellido Fernández con todas sus riquezas, será el azar el que decida si serán un Fernández, un Gallego, o ambos como yo.

LOS SANZ Y LOS MIGUEL -Jaime Sanz-

Etimológicamente, Sanz deriva de Sancho, que viene a su vez del latinajo sanctus, es decir, en cristiano, santo. Aunque mi madre ve que tengo el pelo un poco rizado (y ya con alguna cana) como ella y mi primo José, sí que me dice muchas veces que soy “hijo padre”. Dice que soy muy tranquilote como mi padre, en contraposición a los Miguel, mucho más movidos y activos. Yo más bien me siento como un mestizo: tranquilote y bondadoso, pero con prontos y arranques de Miguel. Hay días en los que me siento más Miguel, otros en los que me siento más Sanz. Mi padre dice que los hijos se parecen más a las madres, ya que pasan nueve meses en su tripa. Ser un Miguel lo asocia más al genio y al pronto.
Miguel deriva de mi-ka-el, que en hebreo quiere decir “¿Quién sino Dios?”. Eso va en la línea de que veo a los Miguel muy religiosos, si no en la forma, sí en el fondo. Yo, ante Dios y la santidad, me siento agnóstico. A los Miguel, aunque estén relacionados con Dios, muchas veces se les llevan los diablos.