TORTURAS Y OTRAS MALDADES -Marisa Fanlo-
Hace dos veranos mi novio, al ver que empezaba a notarse el cambio de trabajo en mi cuerpo -por supuesto para peor- me regaló una bicicleta.
Si os digo la verdad, me alegré mucho, pero todos sabíamos que mi fuerza de voluntad brilla por su ausencia, sobre todo en lo que se refiere a realizar cualquier esfuerzo físico.
La verdad es que me gusta coger la bici y pasear por la arboleda, pero eso no implica que tenga que aguantar ningún sufrimiento. No soy tan masoca, lo siento.
Y cuanto más me insisten en hacer algo, más claro tengo que no lo voy a hacer.
El otro día estaba yo en la frutería y entró la hermana de una amiga mía: «te has engordao», me soltó así, de repente, delante de las cinco o seis personas que había allí. «Anda que no vas con retraso, si ya he adelgazao y todo», le contesté. Evidentemente era mentira, pero me quedé más tranquila.
Al día siguiente me acerqué a hablar con mi madre, que iba paseando por la plaza con sus amigas. Una de ellas, antes de darme tiempo a saludar, me dijo: «cómo se nota la buena vida ¿eh? Cómo te estás poniendo...» Yo saludé a todas y me puse a hablar con mi madre. Seguro que la borde esa dijo luego que había sido una maleducada por no contestar a su amable comentario.
El viernes estaba en el trabajo y volvieron a proponer lo de apuntarse al gimnasio. «Yo paso», les dije. Y ahí estaba el típico compañero ocurrente: «pues falta te hace, je, je». Por supuesto, yo le llamé calvo y hortera. Qué me iba a quedar callada, lo tenía claro.
Ese mismo día por la noche nos fuimos a cenar con unos amigos. Habían sacado ya un par de platos y yo apenas había probado nada. En
cuanto acerqué mi tenedor a un calamar escuché: «cariño, comes mucho». Y añadió: «qué rica gana tiene mi chica». Cogí la copa de vino y me la bebí de un trago. Y entonces sí que empecé a cenar.
Ayer fue mi cumpleaños. 32. Empecé bien la mañana. Mensajes de móvil, llamadas de teléfono y hasta algún regalillo sorpresa de los del trabajo. Me sentía bien, vamos. Y, además, siempre hay gente tan cumplida que te suelta eso de que no aparentas los años que tienes, etcétera, etcétera. Cuando llegué a casa del trabajo y abrí la puerta, enseguida vi su chaqueta en la silla. Oí ruidos en el cuarto del fondo. Fui hacia allí y me asomé. ¡Dios, una bicicleta estática!
Tengo que reconocer que en un principio volví a alegrarme como cuando me regaló la otra, pero ¿esto no puede considerarse ya un insulto?
Hoy iba yo por la orilla del río. Al llegar al puente he bajado de mi bicicleta. Las piernas se me doblaban y todo, después de ocho kilómetros. He mirado a todos los lados por si había alguien, pero la decisión estaba tomada: la he tirado al río. Y si hubiera tenido allí la otra, también habría caído. Estoy en contra de la tortura.
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