Llegó el verano fiel a su cita de calor y moscas, envolviendo, en tórrido abrazo, la vida apacible, predecible y monótona de mi pueblo. El aire olía a sudor y a siesta, pero a los niños que poblábamos las calles buscando la sombra, sólo nos interesaban los últimos juegos de temporada: los pitos (las canicas que diría un cursi), los platillos (las chapas que diría otro cursi primo del anterior) y sobre todo nos gustaba jugar a “vacas”.
Mientras el más pringado se transfiguraba en el animal, el resto de la chiquillería corríamos delante haciendo recortes, cintas y otros lances. En las polvorientas calles, a las que no había llegado el alumbrado público, pasaban las horas en divertidos encierros. Los niños íbamos alternando los papeles, ahora torero, ahora vaca, a medida que éramos empitonados por los incisivos palos que llevábamos simulando cuernos.
Todos teníamos un torero como ídolo: unos “El cordobés”, otros “El Viti”; yo, por mi parte, prefería a “Palomo Linares” con el que, aseguraba mi padre engañándome como el niño que era, me unía un lejano parentesco.
-Yo soy Palomo Linares, que para eso es mi primo –decía a todo el que quería oírme, mientras driblaba a cuerpo limpio los embates del falso toro.
Uno de los momentos más celebrados surgió gracias a la cabeza disecada de un “Santa Coloma”que alguien consiguió. Ahora todos queríamos ser el toro; enfundados con el descomunal trofeo, corríamos a ciegas por la falta de agujeros para los ojos. Sin embargo, la recompensa a tan inhumano esfuerzo, llegaba cuando el asta, brillante por el barniz, tocaba el trasero o la espalda de uno de los toreros. Las carcajadas crueles de los que se encontraban a salvo, se unían a los gritos de la madre del herido que temía más por la integridad de los pantalones que por las lesiones sufridas. Luego, pasaba la tarde y, ante la carencia de iluminación artificial en las calles, nos recogíamos en la capilla protectora de nuestras casas esperando, ansiosos, que el nuevo día trajera a nuestras vidas, renovadas aventuras de tardes taurinas.
Con los primeros días de agosto comenzaba el montaje de los corrales para las vaquillas. Frente al casino, en la zona más ancha de la plaza, donde el perímetro del murillo que protegía, paternalmente, el Quiosco de la Música lo permitía, iba creciendo una empalizada que se elevaba a la altura de un hombre, formando el futuro coso taurino. Luego, se extendía una capa de arena a modo de albero para permitir las carreras de las vacas y de los mozos que las lidiaban. En un extremo del polígono de madera, se colocaba una puerta, comunicando con los corrales que albergaban, durante todas las fiestas, a los astados. Las vallas de los chiqueros se cubrían de cañizos, para que los animales estuviesen tranquilos, aislados y ajenos a la curiosidad morbosa de la chiquillería. Cuando terminaba el montaje del vallado, se añadían carros, simulacro de gradas, rodeando la estructura: uno para el Ayuntamiento, la Reina de las fiestas y sus Damas, otro para la banda y, el resto, para las peñas y el público.
Faltaba una semana para el día de la Presentación, antesala del comienzo de los festejos. Todos los chicos, ávidos de emociones y sobrados de energía, teníamos un verdadero ruedo donde practicar nuestras habilidades del noble arte de la tauromaquia. Había de todo: vacas, mansos, pastores, alguacil y, sobre todo, una masa pululante de toreros fingidos.
Y comenzaba el juego. El alguacil lanzaba los tres imaginarios cohetes que anunciaban el principio del espectáculo. Salía el primer niño, corriendo como un poseso, con la bravura ciega de una larga espera. Todos le gritábamos, citándolo desde lejos y, cuando se nos acercaba, corríamos hacia la protectora valla subiendo de un salto los dos primeros peldaños. El “niño-vaca”, exhausto al cabo de un rato, paraba su loca carrera y, arrastrando sus pies sobre la arena, escarbaba, con gesto muy bovino, acompañando la maniobra con sonoros mugidos y entrecortados jadeos. Luego, cuando les parecía a los pastores, sacaban al “manso” que no era otro que el afortunado niño propietario de un cencerro. El cansado aprendiz de vaquilla le seguía dócil, casi alegre, hasta el descanso de los corrales.
Y así, juego tras juego, pasaban los días previos a las fiestas. La chiquillería reunida en la plaza nos retirábamos con los últimos rayos crepusculares. Agrupados por barrios, regresábamos a casa comentando, entre risas y gritos, las incidencias del simulacro de la “Fiesta Nacional”, hasta que el voluble interés de nuestras mentes se veía sustituido por el montaje de la pista de los autos de choque.
La llegada de los autos de choque era uno de los acontecimientos más esperados de las fiestas. Los camiones, cargados de los elípticos vehículos, llegaban puntuales a su cita anual, trayendo consigo un tropel de operarios bronceados, con los brazos tiznados de grasa negra y tatuajes carcelarios.
-¡Cuidado con esos que son “quinquis”! –me advertía mi tío gran conocedor del mundo de los feriantes. Pero nosotros, inmunes a las advertencias, pronto nos mezclábamos con ellos con la esperanza de conseguir fichas gratis para montar en los “coches eléctricos”.
Terminado el montaje, la plaza se llenaba de los hipnóticos sonidos de las últimas novedades discográficas, en las que nunca faltaba el último “exitazo” de Peret, Karina, Fórmula Quinta o Massiel. Era el verdadero principio de las fiestas. La atmósfera plomífera de agosto, el calor pastoso y la sed eterna de la diversión etílica, componían el escenario idóneo para liberar la reprimida energía de todo un pueblo. Sólo la apabullante actividad de los coches de choque, con sus sirenas, con sus chisporroteantes pértigas eléctricas y su descomunal alarde de vatios de sonido, nos permitía olvidar, momentáneamente, la verdadera esencia de las fiestas: las vaquillas.
El día de la Virgen salíamos, incómodos, mudados con nuestras mejores galas: zapatos de charol, calcetines de perlé, pantalones nuevos y el “niki” de las fiestas. Al día siguiente, pasados los fastos religiosos del Santo Patrón San Roque, nuestra indumentaria, ya no tan inmaculada, era sustituida por ropa de diario, más cómoda para tirar petardos, correr por el polvo y ver el castillo de fuegos artificiales de la noche.
Y en ese año, transcurridas ya las dos primeras jornadas, llegó mi gran día. Todo estaba preparado, aunque nadie sospechaba nada. Mi tío, que siempre me empujaba a hacer las mayores heroicidades, había dispuesto todo sin que ni mi abuelo ni mis padres supieran nada. Salió el becerro: negro zaino, bragado y algo calzón. La plaza se llenó de niños asidos a las vallas y yo, sin saber cómo ni por qué, me encontré en medio de todo con la capa, de inevitable color rojo, fabricada con un saco de abono “Fertiberia”. Mi padre, cerca de mí, algo asustado pero orgulloso, vigilaba al astado. Miré al animal a los ojos, y de pronto todo lo que no era toro desapareció de mi vista. El novillo envistió alegre, casi jugando, hacia ese mequetrefe enclenque que le citaba desde el centro del ruedo. Y comencé a torear. Poseído, a mis ocho años, por un hambre de gloria que ni “el Cosío” podía enseñar, empecé la brega con el capote de plástico, cegado por
los aplausos y el estupor del sorprendido público.
-¡El pase de pecho!-gritaban desde las gradas. Mi madre aplaudía a rabiar hasta que alguien le dijo que, aquel escuálido torerillo, era su hijo y la alegría del espectáculo se tornó en inquietud, temiendo ver a su primogénito herido. Me alcanzaron una espada de juguete, de esas que vendía mi tío en el Quiosco, con su empuñadura engalanada de un perfecto rubí de plástico, “la auténtica espada de Ricardo Corazón de León” como rezaba en la envoltura.
El bullicio de la plaza se ahogó de silencio, tanto que hasta el asustado animal se paró en seco, frente a mí, con sus ojillos bovinos nublados por el polvo, con el hocico seco por la loca carrera y las manos lastimadas por la hiriente arena. Y, sin saber cómo, ejecuté el volapié. El estoque fingido resbaló por el lomo y noté, en el puño, la húmeda piel de mi enemigo. Uno de los incipientes cuernos me rozó el costado, pero los vítores del público cubrieron mi miedo.
Luego, todo el mundo por la calle me llamaba “el torero”, despertando la timidez que me hacía encender de rubor mejillas y orejas. Al principio me sentía el centro del mundo, pero pronto me agobió la insistencia de la gente y hasta me daba vergüenza salir a la plaza, por eso me alegré de que, al poco tiempo, nadie recordara mi éxito.
Pero no todos olvidaban, mi tío, autoproclamado apoderado, seguía planificando mi carrera taurina. Ya le había fallado lo del fútbol, y eso que pasábamos tardes enteras practicando en la plaza con el equipamiento del Real Madrid que me había comprado, intentando, por todos los medios, convertirme en jugador zurdo como su idolatrado “Gento”.
-Tienes que ser zurdo –me repetía mientras me molía a lanzamientos con sus poderosos brazos. Sin embargo, los desvelos de mi entrenador dieron como resultado una evidente dislexia y, en lugar de convertirme en un habilidoso extremo ambidiestro, llegué a ser un auténtico y torpe ambizurdo.
Por eso, decidido a hacer de mí un ídolo de masas y con la evidencia del éxito de mi debut, fabricó una muleta con un trozo de capote que un maletilla había abandonado el año anterior. Con la habilidad del que trabaja con las manos (había sido zapatero, alpargatero y zurcidor de balones para “Adidas”) de un trozo de tela rosa forjó la herramienta que debería catapultarme hacia la fama.
Así, entre secretos preparativos, pasó un año y llegaron de nuevo las fiestas y, como todo el mundo esperaba, –quizás todos menos yo- el día de la confirmación de mi alternativa. Desfilé ungido con el capote “de verdad”, con la responsabilidad del veterano, con el miedo del que sabe lo que le espera, con una camisa ceñida imitación seda que me haría invulnerable a las cornadas y, sobre todo, con la determinación ciega del que sabe que no puede echarse atrás. Salió el novillo limpiando de niños la plaza. Corriendo como un poseso por la libertad recobrada, bramaba rabioso topando con las vallas. Yo lo veía como un Miura cinqueño propio de la Maestranza de Sevilla. Los diez centímetros de asta, para mí, eran más de cincuenta y para colmo era colorado que, como todos los niños sabíamos, son los más fieros.
Colorado, ojo de perdiz, bocilavado, meano, listón, cornigacho y mogón, corrió hacia mí en brava embestida. Lo recibí con la derecha, dos pases en redondo y un ayudado por alto, pero cuando los vítores del respetable ensordecían mi ánimo, vino el fatídico viento, ese puñetero bochorno de agosto, racheado, cálido como el aliento de un dragón, lleno de tierra y angustia. La sutil protección de la capa se convirtió en embozo, cubriéndome la cabeza y nublando mi vista. El animal, despejado del muro de tela que me parapetaba, encontró de lleno mis sufridas carnes. Me vi arrastrado, con la cabeza aún cubierta por la franela, por el rugoso suelo de gravilla y arena. Sufrí los rabiosas acometidas del bravo ejemplar que llenó mis ropas de baba y descarnó, por el arrastre, mis piernas y codos.
Fui liberado de la furia animal, magullado en cuerpo y alma, con la vergüenza del vencido, con la humillación del fracaso. En casa de mis abuelos me hicieron la primera cura. Una vez limpias y cubiertas de vendas las heridas, mi abuelo prometió que no dejaría a nadie que me embaucara en asuntos taurinos. Yo, aliviado en parte, cojeaba por la casa esperando que el dolor pasara. Nadie creyó mi versión del revolcón, parecía que, entre la batahola de gritos y “uiis”, la ráfaga de viento que oscureció mi gloria había pasado desapercibida. Yo repetía a mi tío la excusa del accidente, pero no me escuchaba, hasta que un día mi padre llegó con las reveladoras instantáneas del fotógrafo que venía todos los años por las fiestas, ese que nos retrató a mis hermanos y a mí subidos en un carrito tirado por un burro de fieltro. No sé quien estaba más feliz, mi padre o yo.
En las fotos, se veía claramente que el capote me cubría el rostro, que el viento traidor, con su ardiente bofetada, había dejado libre el terreno para humillar mi gloria. Pueden decir de mí que soy un cobarde, pero ese temprano contratiempo me retiró de los ruedos y –¡lo que es la fama!– nadie recordó mi efímero triunfo.
Con los años me hice veterinario, parece que me dije:
¡Si no puedes matarlos prueba a curarlos!