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Literatura en Pina

Ejercicios con Ángela Labordeta

NUESTRA PRIMERA PROFESORA DEL TALLER: ÁNGELA LABORDETA

NUESTRA PRIMERA PROFESORA DEL TALLER: ÁNGELA LABORDETA

Ángela Labordeta nace en Teruel en 1967. Licenciada en Filología hispánica por la Universidad de Zaragoza y máster de periodismo con El País y la Universidad Autónoma de Madrid. Publica su primera novela en 1995: Así Terminan los Cuentos de Hadas. En 1997 publica Rapitán y en el 2000 Bombones de Licor. En 2001 edita el libro de cuentos El novio de mi madre, que ha sido recientemente traducido al inglés. Publica cuentos en libros colectivos como Relatos para un fin de milenio o Mujeres de sol a sol y colabora en diferentes medios de comunicación. En la actualidad tiene pendiente de publicación una nueva novela.

"Lo que más me gusta de llegar a un sitio es respirarlo. Era primavera, casi verano, y en el aire de Pina de Ebro cabalgaba su aroma. Yo llevaba un vestido blanco, sin mangas. No recuerdo nombres de aquel primer encuentro, sí rostros, y sobre todo la manera en que aquellos desconocidos se entregaron al dibujo, mediante sus palabras, de un cuadro que parecía un trozo roto de una peli de Tavernier: entre la soledad de una colcha y una cama deshecha.
Los encuentros se repitieron. Ellos querían aprender a escribir y yo debería enseñarles. No sé si aprendieron y ni siquiera sé si yo era la persona indicada para enseñarles. Pero lo que sí sé es que comprendieron que escribir es jugar no sólo con las palabras, también con lo que fuimos, somos, seremos y sobre todo con lo que nunca fuimos pero hubiéramos deseado ser. Escribir es bajar al infierno y acariciar el cielo, es viajar y no detenerse.
Gracias a todos por los momentos."

VIAJE DE EMPRESA -Arrate Gallego-

Laura se siente una mujer liberal mientras conduce su coche, en mitad de la noche, para asistir a unas conferencias sobre mejoras laborales que organiza su empresa. Sabe que Pedro asistirá, y aunque le han llegado rumores de que se casará dentro de poco, no piensa desaprovechar la ocasión de pasar una noche loca con él, al igual que en años anteriores.
Cuando lleva cuatro horas de viaje, observa cómo sube peligrosamente la temperatura del motor y se alarma. No entiende de mecánica, está sola, de noche y en mitad de la nada. Aparca el coche en el arcén y llama al seguro. Una voz amable le comunica que en veinte minutos la grúa se acercará hasta dónde se encuentra para ayudarla. Pasados treinta minutos aparece la grúa, soñoliento el conductor le aconseja dejar el coche en el taller mecánico más próximo, casualmente enfrente hay una pensión, donde ella puede pasar la noche.
Cansada coge su maleta de viaje y se registra. Es un edificio viejo y la habitación resulta deprimente. Eso no era lo que había planeado para pasárselo bien. Sacó su picardías de la maleta y se lo puso, se sentía ridícula: no había metido en su maleta otra prenda adecuada para dormir. Decidió mantener alto su ánimo, mientras cogía su neceser para ir al baño a desmaquillarse. La pobre luz del espejo iluminaba su cara mientras el algodón refrescaba su piel. Se miró con detenimiento, y por un momento se vio a si misma: sin máscara, con arrugas, en una pensión barata y con lencería cara. Podría haberse reído, pero se echó a llorar. Lloró porque sintió vergüenza de sí misma, de lo que estaba haciendo, por haber perdido su dignidad…
Cuando se hubo calmado se sentó en la cama, cogió el teléfono y llamó a su marido.
– Cariño, el coche se ha estropeado, ¿puedes venir a buscarme?

POR AMOR AL ARTE -José Manuel González-

Señor Juez:
Esta carta no es una confesión, es una declaración de principios. No me arrepiento de nada, sé que pasarán muchos años hasta que mis actos sean comprendidos y aceptados.
Al primero le asesté un martillazo en el cráneo. Elegí el martillo por puro azar, luego me di cuenta que nada es casual: el martillo es la prolongación de la mano, el brazo ejecutor que convierte en golpes los deseos oscuros de la mente.
Varios fragmentos de occipital volaron, juguetones, por toda la estancia. Sangre, masa encefálica, hueso y cuero cabelludo, compusieron una consistente lluvia orgánica que estucó la tela y se proyectó en mi cara.
¡Cómo me gusta el sabor a vida que se escapa! ¡Cuánto disfruto observando el hálito estertóreo del último aliento!
Dirá que soy un sátiro, pero en estos días que nos toca vivir, es necesario tener una válvula de escape que disipe el estrés que a todos nos embarga. Pues a mí, el romper cabezas es lo que me relaja. Desarrolla la coordinación motora, mejora bíceps, tríceps y deltoides, todo son ventajas. Sin embargo, cualquiera no puede hacerlo, hay que tener una mínima predisposición para la maniobra. No me gusta ser presuntuoso, pero yo soy uno de los mejores.
A otros les gusta utilizar aparatos específicos. Yo soy más heterodoxo, suelo utilizar objetos cotidianos para experimentar, con ciertas pretensiones científicas, el distinto comportamiento de los cuerpos según la herramienta que interviene. Un atizador, un cenicero de bronce, una azada, una figurita de la Venus de Milo todo sirve para mis fines y nada desdeño. Pero la primera vez, elegí el martillo, uno de esos de encofrador, no muy grande, equilibrado, con mango de plástico y cabeza de acero pintada de negro. El resultado fue el deseado, dibujó en la tela una composición perfecta. La mancha, caprichosa, compuso una estrella dentada adosada a una nube de puntos rojos con cabellos. Los trocitos de hueso, incrustados por todo, daban al conjunto una inquietante textura.
Cubrí todo con mi barniz especial: una mezcla de clara de huevo, cola de carpintero y esencia de trementina. ¡Es maravilloso lo que consigue mi fórmula! No espere que le dé las proporciones exactas, eso me lo reservo y vendrá conmigo a la tumba.
En esa ocasión, además, rocié mi obra con insecticida para evitar las moscas (a veces sus excrementos, e incluso sus larvas, me han servido en otras composiciones) y añadí un aerosol desodorante para darle un aroma floral. Mis trabajos han de ser un conjunto de sensaciones y no sólo visuales, quiero que intervengan los cinco sentidos, que quien los contemple interactúe con ellos y sienta la magia que desprende la miscelánea que les brindo para su disfrute.
Me deshice del cuerpo de la forma habitual: enterrado, en mi finca de la sierra, junto a los cipreses que cada vez están más vigorosos gracias, sin duda, a la importante aportación de materia orgánica que, regularmente, les brindo.
No suelo dejar nada para distinguirlos, pero esa vez, al ser la primera, compuse un túmulo de piedras redondas con forma de pirámide. Estaba particularmente contento con el resultado y quería, de algún modo, guardar un recuerdo claro y agradecido de quien había cedido la materia principal de la composición.
Cuando expuse todo fueron aclamaciones. La crítica me proclamó como “el nuevo Antoni Tapiès”, el revolucionario de las texturas y el colatge, el artista que, con este trabajo, había culminado la cúspide de su carrera. Luego vino lo del listillo del ADN: un policía de pacotilla, con conocimientos de anatomía, que creyó distinguir en mis cuadros restos humano. Inició una investigación que confirmó sus sospechas.
Fui interrogado y encarcelado ante el estupor del público, pero no contaban con mi abogado. Se entabló una lucha legal sin precedentes en España. Todos me daban por condenado hasta que tuve que sacarme un as de la manga: la declaración jurada que conservaba de cada una de mis víctimas prestándose, voluntariamente, a ser mi modelo, mi pintura, mis pinceles y hasta mi propia obra.
Los grupos pro-vida se erigieron como acusación particular. Los partidarios de la eutanasia se alinearon a mi favor esgrimiendo, como argumento, la libertad que debería tener todo el mundo para morir como quiera. Yo seguía mi vida, ajeno a lo que me rodeaba, pero con la firme convicción de que había revolucionado el mundo del arte. Gracias a la habilidad de mi abogado y a sus argucias de leguleyo fui exonerado de todos los cargos y me convertí en una celebridad. Para muchos representaba la vanguardia del arte. Para otros no era más que un asesino suelto al que había que eliminar.
Luego compré la prensa hidráulica, una vieja máquina que me costó cuatro perras y que fue dando forma material a lo que será mi última obra.
Naturalmente, no he dejado nada al azar. He probado en varias ocasiones el artefacto, pero lamentablemente, la notoriedad que me ha brindado la prensa ha mermado el número de voluntarios y he tenido que prescindir de su participación. Poco a poco, he ido depurando la técnica, la fuerza necesaria, la distancia entre el lienzo y los cráneos. Por eso, ahora, le envío esta carta con la dirección exacta de donde me encuentro. Cuando la reciba y me encuentren, espero que todo el mundo sepa apreciar mi cuadro; lleva por título: “Autorretrato”.

VIENTO RACHEADO -José Manuel González-

Llegó el verano fiel a su cita de calor y moscas, envolviendo, en tórrido abrazo, la vida apacible, predecible y monótona de mi pueblo. El aire olía a sudor y a siesta, pero a los niños que poblábamos las calles buscando la sombra, sólo nos interesaban los últimos juegos de temporada: los pitos (las canicas que diría un cursi), los platillos (las chapas que diría otro cursi primo del anterior) y sobre todo nos gustaba jugar a “vacas”.
Mientras el más pringado se transfiguraba en el animal, el resto de la chiquillería corríamos delante haciendo recortes, cintas y otros lances. En las polvorientas calles, a las que no había llegado el alumbrado público, pasaban las horas en divertidos encierros. Los niños íbamos alternando los papeles, ahora torero, ahora vaca, a medida que éramos empitonados por los incisivos palos que llevábamos simulando cuernos.
Todos teníamos un torero como ídolo: unos “El cordobés”, otros “El Viti”; yo, por mi parte, prefería a “Palomo Linares” con el que, aseguraba mi padre engañándome como el niño que era, me unía un lejano parentesco.
-Yo soy Palomo Linares, que para eso es mi primo –decía a todo el que quería oírme, mientras driblaba a cuerpo limpio los embates del falso toro.
Uno de los momentos más celebrados surgió gracias a la cabeza disecada de un “Santa Coloma”que alguien consiguió. Ahora todos queríamos ser el toro; enfundados con el descomunal trofeo, corríamos a ciegas por la falta de agujeros para los ojos. Sin embargo, la recompensa a tan inhumano esfuerzo, llegaba cuando el asta, brillante por el barniz, tocaba el trasero o la espalda de uno de los toreros. Las carcajadas crueles de los que se encontraban a salvo, se unían a los gritos de la madre del herido que temía más por la integridad de los pantalones que por las lesiones sufridas. Luego, pasaba la tarde y, ante la carencia de iluminación artificial en las calles, nos recogíamos en la capilla protectora de nuestras casas esperando, ansiosos, que el nuevo día trajera a nuestras vidas, renovadas aventuras de tardes taurinas.
Con los primeros días de agosto comenzaba el montaje de los corrales para las vaquillas. Frente al casino, en la zona más ancha de la plaza, donde el perímetro del murillo que protegía, paternalmente, el Quiosco de la Música lo permitía, iba creciendo una empalizada que se elevaba a la altura de un hombre, formando el futuro coso taurino. Luego, se extendía una capa de arena a modo de albero para permitir las carreras de las vacas y de los mozos que las lidiaban. En un extremo del polígono de madera, se colocaba una puerta, comunicando con los corrales que albergaban, durante todas las fiestas, a los astados. Las vallas de los chiqueros se cubrían de cañizos, para que los animales estuviesen tranquilos, aislados y ajenos a la curiosidad morbosa de la chiquillería. Cuando terminaba el montaje del vallado, se añadían carros, simulacro de gradas, rodeando la estructura: uno para el Ayuntamiento, la Reina de las fiestas y sus Damas, otro para la banda y, el resto, para las peñas y el público.
Faltaba una semana para el día de la Presentación, antesala del comienzo de los festejos. Todos los chicos, ávidos de emociones y sobrados de energía, teníamos un verdadero ruedo donde practicar nuestras habilidades del noble arte de la tauromaquia. Había de todo: vacas, mansos, pastores, alguacil y, sobre todo, una masa pululante de toreros fingidos.
Y comenzaba el juego. El alguacil lanzaba los tres imaginarios cohetes que anunciaban el principio del espectáculo. Salía el primer niño, corriendo como un poseso, con la bravura ciega de una larga espera. Todos le gritábamos, citándolo desde lejos y, cuando se nos acercaba, corríamos hacia la protectora valla subiendo de un salto los dos primeros peldaños. El “niño-vaca”, exhausto al cabo de un rato, paraba su loca carrera y, arrastrando sus pies sobre la arena, escarbaba, con gesto muy bovino, acompañando la maniobra con sonoros mugidos y entrecortados jadeos. Luego, cuando les parecía a los pastores, sacaban al “manso” que no era otro que el afortunado niño propietario de un cencerro. El cansado aprendiz de vaquilla le seguía dócil, casi alegre, hasta el descanso de los corrales.
Y así, juego tras juego, pasaban los días previos a las fiestas. La chiquillería reunida en la plaza nos retirábamos con los últimos rayos crepusculares. Agrupados por barrios, regresábamos a casa comentando, entre risas y gritos, las incidencias del simulacro de la “Fiesta Nacional”, hasta que el voluble interés de nuestras mentes se veía sustituido por el montaje de la pista de los autos de choque.
La llegada de los autos de choque era uno de los acontecimientos más esperados de las fiestas. Los camiones, cargados de los elípticos vehículos, llegaban puntuales a su cita anual, trayendo consigo un tropel de operarios bronceados, con los brazos tiznados de grasa negra y tatuajes carcelarios.
-¡Cuidado con esos que son “quinquis”! –me advertía mi tío gran conocedor del mundo de los feriantes. Pero nosotros, inmunes a las advertencias, pronto nos mezclábamos con ellos con la esperanza de conseguir fichas gratis para montar en los “coches eléctricos”.
Terminado el montaje, la plaza se llenaba de los hipnóticos sonidos de las últimas novedades discográficas, en las que nunca faltaba el último “exitazo” de Peret, Karina, Fórmula Quinta o Massiel. Era el verdadero principio de las fiestas. La atmósfera plomífera de agosto, el calor pastoso y la sed eterna de la diversión etílica, componían el escenario idóneo para liberar la reprimida energía de todo un pueblo. Sólo la apabullante actividad de los coches de choque, con sus sirenas, con sus chisporroteantes pértigas eléctricas y su descomunal alarde de vatios de sonido, nos permitía olvidar, momentáneamente, la verdadera esencia de las fiestas: las vaquillas.
El día de la Virgen salíamos, incómodos, mudados con nuestras mejores galas: zapatos de charol, calcetines de perlé, pantalones nuevos y el “niki” de las fiestas. Al día siguiente, pasados los fastos religiosos del Santo Patrón San Roque, nuestra indumentaria, ya no tan inmaculada, era sustituida por ropa de diario, más cómoda para tirar petardos, correr por el polvo y ver el castillo de fuegos artificiales de la noche.
Y en ese año, transcurridas ya las dos primeras jornadas, llegó mi gran día. Todo estaba preparado, aunque nadie sospechaba nada. Mi tío, que siempre me empujaba a hacer las mayores heroicidades, había dispuesto todo sin que ni mi abuelo ni mis padres supieran nada. Salió el becerro: negro zaino, bragado y algo calzón. La plaza se llenó de niños asidos a las vallas y yo, sin saber cómo ni por qué, me encontré en medio de todo con la capa, de inevitable color rojo, fabricada con un saco de abono “Fertiberia”. Mi padre, cerca de mí, algo asustado pero orgulloso, vigilaba al astado. Miré al animal a los ojos, y de pronto todo lo que no era toro desapareció de mi vista. El novillo envistió alegre, casi jugando, hacia ese mequetrefe enclenque que le citaba desde el centro del ruedo. Y comencé a torear. Poseído, a mis ocho años, por un hambre de gloria que ni “el Cosío” podía enseñar, empecé la brega con el capote de plástico, cegado por
los aplausos y el estupor del sorprendido público.
-¡El pase de pecho!-gritaban desde las gradas. Mi madre aplaudía a rabiar hasta que alguien le dijo que, aquel escuálido torerillo, era su hijo y la alegría del espectáculo se tornó en inquietud, temiendo ver a su primogénito herido. Me alcanzaron una espada de juguete, de esas que vendía mi tío en el Quiosco, con su empuñadura engalanada de un perfecto rubí de plástico, “la auténtica espada de Ricardo Corazón de León” como rezaba en la envoltura.
El bullicio de la plaza se ahogó de silencio, tanto que hasta el asustado animal se paró en seco, frente a mí, con sus ojillos bovinos nublados por el polvo, con el hocico seco por la loca carrera y las manos lastimadas por la hiriente arena. Y, sin saber cómo, ejecuté el volapié. El estoque fingido resbaló por el lomo y noté, en el puño, la húmeda piel de mi enemigo. Uno de los incipientes cuernos me rozó el costado, pero los vítores del público cubrieron mi miedo.
Luego, todo el mundo por la calle me llamaba “el torero”, despertando la timidez que me hacía encender de rubor mejillas y orejas. Al principio me sentía el centro del mundo, pero pronto me agobió la insistencia de la gente y hasta me daba vergüenza salir a la plaza, por eso me alegré de que, al poco tiempo, nadie recordara mi éxito.
Pero no todos olvidaban, mi tío, autoproclamado apoderado, seguía planificando mi carrera taurina. Ya le había fallado lo del fútbol, y eso que pasábamos tardes enteras practicando en la plaza con el equipamiento del Real Madrid que me había comprado, intentando, por todos los medios, convertirme en jugador zurdo como su idolatrado “Gento”.
-Tienes que ser zurdo –me repetía mientras me molía a lanzamientos con sus poderosos brazos. Sin embargo, los desvelos de mi entrenador dieron como resultado una evidente dislexia y, en lugar de convertirme en un habilidoso extremo ambidiestro, llegué a ser un auténtico y torpe ambizurdo.
Por eso, decidido a hacer de mí un ídolo de masas y con la evidencia del éxito de mi debut, fabricó una muleta con un trozo de capote que un maletilla había abandonado el año anterior. Con la habilidad del que trabaja con las manos (había sido zapatero, alpargatero y zurcidor de balones para “Adidas”) de un trozo de tela rosa forjó la herramienta que debería catapultarme hacia la fama.
Así, entre secretos preparativos, pasó un año y llegaron de nuevo las fiestas y, como todo el mundo esperaba, –quizás todos menos yo- el día de la confirmación de mi alternativa. Desfilé ungido con el capote “de verdad”, con la responsabilidad del veterano, con el miedo del que sabe lo que le espera, con una camisa ceñida imitación seda que me haría invulnerable a las cornadas y, sobre todo, con la determinación ciega del que sabe que no puede echarse atrás. Salió el novillo limpiando de niños la plaza. Corriendo como un poseso por la libertad recobrada, bramaba rabioso topando con las vallas. Yo lo veía como un Miura cinqueño propio de la Maestranza de Sevilla. Los diez centímetros de asta, para mí, eran más de cincuenta y para colmo era colorado que, como todos los niños sabíamos, son los más fieros.
Colorado, ojo de perdiz, bocilavado, meano, listón, cornigacho y mogón, corrió hacia mí en brava embestida. Lo recibí con la derecha, dos pases en redondo y un ayudado por alto, pero cuando los vítores del respetable ensordecían mi ánimo, vino el fatídico viento, ese puñetero bochorno de agosto, racheado, cálido como el aliento de un dragón, lleno de tierra y angustia. La sutil protección de la capa se convirtió en embozo, cubriéndome la cabeza y nublando mi vista. El animal, despejado del muro de tela que me parapetaba, encontró de lleno mis sufridas carnes. Me vi arrastrado, con la cabeza aún cubierta por la franela, por el rugoso suelo de gravilla y arena. Sufrí los rabiosas acometidas del bravo ejemplar que llenó mis ropas de baba y descarnó, por el arrastre, mis piernas y codos.
Fui liberado de la furia animal, magullado en cuerpo y alma, con la vergüenza del vencido, con la humillación del fracaso. En casa de mis abuelos me hicieron la primera cura. Una vez limpias y cubiertas de vendas las heridas, mi abuelo prometió que no dejaría a nadie que me embaucara en asuntos taurinos. Yo, aliviado en parte, cojeaba por la casa esperando que el dolor pasara. Nadie creyó mi versión del revolcón, parecía que, entre la batahola de gritos y “uiis”, la ráfaga de viento que oscureció mi gloria había pasado desapercibida. Yo repetía a mi tío la excusa del accidente, pero no me escuchaba, hasta que un día mi padre llegó con las reveladoras instantáneas del fotógrafo que venía todos los años por las fiestas, ese que nos retrató a mis hermanos y a mí subidos en un carrito tirado por un burro de fieltro. No sé quien estaba más feliz, mi padre o yo.
En las fotos, se veía claramente que el capote me cubría el rostro, que el viento traidor, con su ardiente bofetada, había dejado libre el terreno para humillar mi gloria. Pueden decir de mí que soy un cobarde, pero ese temprano contratiempo me retiró de los ruedos y –¡lo que es la fama!– nadie recordó mi efímero triunfo.
Con los años me hice veterinario, parece que me dije:
¡Si no puedes matarlos prueba a curarlos!

QUERIDO AMOR -Julia Gallego-

Veintitrés de Abril
Me llamo Adriana y tengo diecisiete años. Tía Marisa, es la hermana mayor de mi madre. Cuando era joven, quiso ser escritora. Ese era su
sueño. En la actualidad ese sueño solo es un vago recuerdo. Hoy, festividad de San Jorge, sobre las cinco de la tarde, he llegado a Zaragoza y he tomado posesión de su casa en un intento de sacar adelante mi próximo examen de selectividad. Nada mas llegar, tía Marisa, después de darme un largo abrazo y soltar un par de lágrimas, me dice:
-Adriana, lo siento, tengo que dejarte, me voy de viaje. No quiero llegar demasiado tarde a Madrid.
Antes de marcharse me comenta que quizá no regrese hasta dentro de cuatro o cinco días.
-Depende- dice finalmente.
-¡No te preocupes, tía, no voy a morirme por eso!
De tía Marisa puede decirse eso de: “ni soltera ni casada ni separada ni viuda”, desde que tío Pedro, su marido, decidió hacer un largo y exótico viaje de negocios. Mamá, dice que “tío Pedro es un sinvergüenza y un cabrón, como muchos otros, y que el único negocio que a él siempre le interesó fue el sexo”.
Desde luego, en eso, mamá tiene razón. Yo, visto lo visto, no pienso casarme nunca. Como dice mi profesora de lengua: “todos los hombres son una puta mierda”. Así que, mas adelante, cuando quiera echar un polvo voy a ligarme al mejor tío que encuentre y después, “si te he visto no me acuerdo”.
La casa de tía Marisa, un doble ático en el barrio de Santa Isabel, me gusta. El salón, tiene unos relucientes suelos de parqué, unas paredes delicadamente estarcidas, con una lámpara de cristal y metal dorado. La cocina, es amplia y funcional. Una escalera con una adornada balaustrada de madera de roble conduce al piso superior. El dormitorio principal, el de tía Marisa, es una habitación espaciosa. Los muebles de oscura madera de teka resaltan sobre la blanca alfombra de nudo. La siguiente habitación, la de primo Roberto, es la que está en la siguiente puerta de la izquierda. Todo en la casa es perfecto. Me encanta.

Veinticuatro de Abril
El teléfono suena.
-¿Sí…?
-No, no está. Le diré que ha telefoneado usted. Buenas noches.
El teléfono sonó a las nueve menos cuarto. Estaba tumbada en la cama con unos cuentos y relatos de tía Marisa, a mi lado, confiando que
alguno de ellos me ayudaría a pasar la noche. Veinte minutos después, deslizo mi mano en busca del álbum de fotos que, ella, guarda en su mesilla de noche, y tropiezo con algo que parece ser una carta. Algo en ella resulta perturbador. Dudo. “Me estoy volviendo loca- pienso”. No tiene sentido inmiscuirme en la intimidad de sus cuartillas. Miro a mí alrededor. No hay nadie. Estoy sola, en la cama, en el cuarto, en la casa. En este momento, hago lo que siempre suelo hacer: me muerdo el labio inferior y, sin más, me adentro por el alma de unas palabras que no me pertenecen:
Ave María Purísima.

Día 5 de Febrero del año 2000 Lonavla, India.

“Querido amor: He comenzado decenas de cartas y no he terminado ninguna. He perdido la cuenta de cuantas veces tiemblo al soñar que te toco, al soñar que te tengo, al soñar que me amas. A lo largo de los años, y tras aquella primera y única vez, trato de racionalizar mi desasosiego. Aunque lejos en el tiempo y en el espacio, en mis sueños siempre permaneces conmigo. En estos últimos días, en ellos, apareces muy pálida. ¿Te encuentras bien? ¿Qué te ocurre? De nuevo, esta frase:
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
-¿Se encuentra bien? ¿Qué le ocurre?- pregunté ante tu silencio.
-“El día que murió mi madre, yo debería haber muerto con ella”- atinaste a decir.
Cuando abrí los ojos habías desaparecido. Durante las siguientes semanas, no dejé de pensar en aquella extraña confesión. Al cabo de un tiempo, volví a verte. Ésta vez, fue la biblioteca el lugar de nuestro encuentro.
-Marisa, te presento al padre Roberto- dijo Esther al presentarnos.
-Me alegro de conocerle- acertaste a decir.
-Usted debe ser la nueva maestra de la que he oído hablar…- dije, casi susurré, al tiempo que nuestras manos se encontraban. 
-Sí, en efecto…
Yo te observaba. Durante un segundo, me pareció que se producía un melancólico suspiro. En mi subconsciente, algo trataba de salir a la superficie, algo verdaderamente importante que yo trataba de eludir.
Aquella noche, mi sueño fue inquieto. Soñé contigo. No era de extrañar que hubiese soñado con tu rostro.
Y anduvieron los meses y comenzamos a hablar de nosotros. Yo te expliqué las razones por las que, en mi juventud, ingresé en el seminario. Tú decías que la vocación no debe tener razones.
-Es verdad- te dije.
Después de un breve intercambio de frases me confesaste lo de tu matrimonio… Ante aquello, ¿Qué podía responderte yo? No dije nada. Lo mejor era dejarte en paz. Tal vez, estabas atravesando una crisis de evolución.
A medida que fuimos conociéndonos, las cosas se me pusieron mucho más difíciles.
-Siento tu presencia, y tu pérdida tanto… - te dije, una tarde, a tu regreso de las vacaciones de aquel verano de los setenta. Que lejos estaba de imaginar que ése sería nuestro último verano…
-Trata de comprender… Roberto, haz un esfuerzo- decían tus labios.
-Pero, tus deseos no dijeron lo mismo.
-No quiero comprender, no quiero hacerlo… Marisa. ¡Te amo!
-¡Por favor…!
Nos abrazamos. Y en medio de aquellas alternativas de amor, de remordimiento y de placer, perdí el hábito de reflexionar.
A partir de aquel breve pero intenso encuentro de amor, tuve miedo. ¿Por qué no confesarlo? Si me hubiera quedado habría sido una deshonra para los dos. Corrían otros tiempos, malos tiempos… para los sentimientos, para las libertades, malos tiempos para todo.
Algunas semanas mas tarde, después de escribirte una larga carta, hice una visita al Arzobispo de mi Diócesis y, un nuevo y alejado destino me separó de ti.
Año tras año, busqué a Dios en diferentes misiones y en diferentes lugares pero, ¿De qué me valía buscar a Dios en los lugares santos si Él seguía viviendo en tu corazón? Miles de veces me pregunté:
-¿Quién soy yo?
Un buen día, llegó hasta mis manos un libro de cuentos: “The Song of the Bird” del P. Anthony de Mello, un sacerdote católico de aquí. A partir de su lectura y en uno de aquellos cuentos, encontré la respuesta a mi pregunta:
“La muñeca de sal”.
Con la esperanza puesta en tu perdón, deseo que mis palabras se conviertan en boca.
Para, besarte… Para besarte…

P.D: A principios de este año, Esther estuvo varios días conmigo, ya sabes que siempre le gustó hacer largos viajes. Supongo que te habrá contado lo mucho que hablamos de ti. Por ella he sabido que ya no vives en el mismo lugar donde nos conocimos y, fue ella, la que me dio tu nueva dirección. Asimismo, le pedí que te hiciera llegar mi regalo: ese libro del que te hablo. Te lo mando traducido al español. Espero que, al leerlo, encuentres el cuento al que me refiero y, así, comprendas quién soy yo, y quién eres tú en la historia de nuestro amor. El próximo mes de Abril, el día veinticuatro, llegaré a Madrid. Tengo que pedirte un favor: Apenas llegue al aeropuerto te haré una llamada. Si no escucho tu voz al otro lado del hilo, seré un hombre feliz, será que me amas y estás esperándome."
 

EN EL MAR -Marisa Fanlo-

Ellos nunca hablaban de la primera vez que vieron el mar. Tuve que interpretar lo que decía él en sus últimos momentos de vida. Ella, después, me siguió dando pistas, pero nunca hablaba de aquella vez que vieron el mar.
Ahora acabo de salir del trabajo. Voy a recoger algo de ropa a casa y me voy hacia Barcelona. Tengo que visitar al mar. Ese mar que escuchó
sus quejas hace tantos años y que ahora tiene que escuchar las mías.
A ella la enterramos ayer.
A él hace tres meses.

Ella era mi madre y vivía en un pueblo de Aragón cuando estalló la guerra civil.
Ella me contaba que cuando llegó Durruti a su pueblo dijo aquello de “que no falte un trabajador más de su casa” y salvó a su padre, al que iban a fusilar por ser de derechas.
Ella hablaba de los bombardeos, de los muertos, de la iglesia vieja donde se apiñaban los milicianos y donde se iban a refugiar los civiles; de aquella vez en que ella se cayó encima de un grupo, al entrar corriendo con mi hermana de la mano huyendo de un bombardeo; de la chica que murió justo en la puerta de la iglesia durante una de esas lluvias de metales; de aquella mujer que mataron por gritar “Viva
Cristo Rey” o de la otra cuyo único delito fue bordar la bandera republicana.
Ella recordaba los viajes andando hasta el monte, allá en los Monegros, a varios kilómetros del pueblo, para llevar comida a sus padres y a otra gente que estaba allí escondida.
Ella nombraba a una miliciana que la ayudó ejerciendo de comadrona cuando mi madre dio a luz a su primer hijo varón. Decía que la había tratado muy bien. Había una especie de admiración, oculta en sus palabras, hacia esa mujer que no seguía los esquemas tradicionales de una sociedad que ella misma sufría y no se atrevía a romper.
Ella se quedó sola con dos niños pequeños. Su marido había ido a luchar por la república. Además, sus hermanas estaban en Zaragoza, por lo que ella sola se encargaba de sus padres en el monte y de sus hijos en el pueblo.
Ella llegó a Barcelona buscando una lista de nombres entre la que quizás apareciese su marido muerto. Llegó con un niño de un mes. Un
niño débil, pues había sufrido un embarazo lleno de angustias y sobresaltos.

Él era mi padre. Había escapado de su pueblo a las pocas semanas de iniciada la guerra. Huía del miedo. De ese miedo que le recorría la espina dorsal cada vez que le llamaban del cuartel general de los anarquistas. Pasó el río colgado de la sirga de la barca que habían quemado los que escapaban de los rojos pocos días antes.
Él llegó al otro lado huyendo de una guerra. No lo consiguió. Otro ejército lo esperaba con los brazos abiertos. Encontró la misma guerra que no le dejaba escapar y se enroló en el ejército franquista.
Él nunca contaba nada de esto: que no fue comprendido por su familia, que no entendieron el miedo; sobre todo porque ese miedo estaba reñido con sus intereses.
Él había abandonado las propiedades de la familia en el pueblo a merced de los milicianos. Algunos nunca le perdonaron ese miedo, lo cual no deja de ser curioso, porque ellos se habían ido antes por la misma razón. Otros apuraron el perdón hasta unos días antes de que muriera, sesenta años después de los hechos.
Él recorrió toda España durante tres años y, como la guerra, acabó en Barcelona.
Él vio muchas cosas que nunca nos contó. Pero no tuvo que luchar con un arma en la mano. Durante ese tiempo había evitado todo contacto con la sangre. Estaba en telecomunicaciones, con lo cual lo tenía relativamente fácil.
Él llegó a Barcelona cuando entraron los nacionales. La primera noche decidió ir a la playa. Iba caminando hacia el mar y llegó alguien por detrás. Le golpearon y él instintivamente echó mano de su pistola.

Yo me he quedado sola. Y lo único que quiero es ver el mar. El mar que unió a mis padres y del que luego escaparon para poder olvidar. Yo lo hago al revés. Yo voy a escapar al mar.

Ella estaba despidiéndose de aquel niño al que nunca volvió a visitar en su tumba. Acababan de decirle que era viuda. Entonces vio el mar por primera vez. Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la orilla del mar azul de Barcelona.
Él seguía temblando cuando llegó al mar. Lo vio por primera vez minutos después de matar a alguien. La primera y única vez en su vida que mataría a nadie.

Probablemente me parezco a ella en las desgracias de todo tipo que hemos sufrido.
Y seguro que de él he heredado el saber callar.
Ya no quiero más desgracias ni quiero callar más.

A mediodía ambos coincidieron buscando comida en un refugio que estaba montando el Auxilio Social en una calle al lado de la playa.
Ya no se separarían.

Y aquí estoy yo. Frente al mar. Frente a ese mar que ellos vieron por primera vez en uno de los peores momentos de sus vidas. Ellos pasaron página porque se encontraron. Yo estoy cansada ya, encerrada en un mundo que me ha dejado sola. He perdido a las personas que daban sentido a mi vida. Hoy me voy a liberar de mi continuo encierro. Se acabó. Quiero olvidar todo: sus sufrimientos y los míos; su muerte y mi soledad.

Ellos nunca me hablaron de la primera vez que vieron el mar.
Yo tampoco hablaré de esta última vez que estoy viendo el mar.