EN EL MAR -Marisa Fanlo-
Ellos nunca hablaban de la primera vez que vieron el mar. Tuve que interpretar lo que decía él en sus últimos momentos de vida. Ella, después, me siguió dando pistas, pero nunca hablaba de aquella vez que vieron el mar.
Ahora acabo de salir del trabajo. Voy a recoger algo de ropa a casa y me voy hacia Barcelona. Tengo que visitar al mar. Ese mar que escuchó
sus quejas hace tantos años y que ahora tiene que escuchar las mías.
A ella la enterramos ayer.
A él hace tres meses.
Ella era mi madre y vivía en un pueblo de Aragón cuando estalló la guerra civil.
Ella me contaba que cuando llegó Durruti a su pueblo dijo aquello de “que no falte un trabajador más de su casa” y salvó a su padre, al que iban a fusilar por ser de derechas.
Ella hablaba de los bombardeos, de los muertos, de la iglesia vieja donde se apiñaban los milicianos y donde se iban a refugiar los civiles; de aquella vez en que ella se cayó encima de un grupo, al entrar corriendo con mi hermana de la mano huyendo de un bombardeo; de la chica que murió justo en la puerta de la iglesia durante una de esas lluvias de metales; de aquella mujer que mataron por gritar “Viva
Cristo Rey” o de la otra cuyo único delito fue bordar la bandera republicana.
Ella recordaba los viajes andando hasta el monte, allá en los Monegros, a varios kilómetros del pueblo, para llevar comida a sus padres y a otra gente que estaba allí escondida.
Ella nombraba a una miliciana que la ayudó ejerciendo de comadrona cuando mi madre dio a luz a su primer hijo varón. Decía que la había tratado muy bien. Había una especie de admiración, oculta en sus palabras, hacia esa mujer que no seguía los esquemas tradicionales de una sociedad que ella misma sufría y no se atrevía a romper.
Ella se quedó sola con dos niños pequeños. Su marido había ido a luchar por la república. Además, sus hermanas estaban en Zaragoza, por lo que ella sola se encargaba de sus padres en el monte y de sus hijos en el pueblo.
Ella llegó a Barcelona buscando una lista de nombres entre la que quizás apareciese su marido muerto. Llegó con un niño de un mes. Un
niño débil, pues había sufrido un embarazo lleno de angustias y sobresaltos.
Él era mi padre. Había escapado de su pueblo a las pocas semanas de iniciada la guerra. Huía del miedo. De ese miedo que le recorría la espina dorsal cada vez que le llamaban del cuartel general de los anarquistas. Pasó el río colgado de la sirga de la barca que habían quemado los que escapaban de los rojos pocos días antes.
Él llegó al otro lado huyendo de una guerra. No lo consiguió. Otro ejército lo esperaba con los brazos abiertos. Encontró la misma guerra que no le dejaba escapar y se enroló en el ejército franquista.
Él nunca contaba nada de esto: que no fue comprendido por su familia, que no entendieron el miedo; sobre todo porque ese miedo estaba reñido con sus intereses.
Él había abandonado las propiedades de la familia en el pueblo a merced de los milicianos. Algunos nunca le perdonaron ese miedo, lo cual no deja de ser curioso, porque ellos se habían ido antes por la misma razón. Otros apuraron el perdón hasta unos días antes de que muriera, sesenta años después de los hechos.
Él recorrió toda España durante tres años y, como la guerra, acabó en Barcelona.
Él vio muchas cosas que nunca nos contó. Pero no tuvo que luchar con un arma en la mano. Durante ese tiempo había evitado todo contacto con la sangre. Estaba en telecomunicaciones, con lo cual lo tenía relativamente fácil.
Él llegó a Barcelona cuando entraron los nacionales. La primera noche decidió ir a la playa. Iba caminando hacia el mar y llegó alguien por detrás. Le golpearon y él instintivamente echó mano de su pistola.
Yo me he quedado sola. Y lo único que quiero es ver el mar. El mar que unió a mis padres y del que luego escaparon para poder olvidar. Yo lo hago al revés. Yo voy a escapar al mar.
Ella estaba despidiéndose de aquel niño al que nunca volvió a visitar en su tumba. Acababan de decirle que era viuda. Entonces vio el mar por primera vez. Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la orilla del mar azul de Barcelona.
Él seguía temblando cuando llegó al mar. Lo vio por primera vez minutos después de matar a alguien. La primera y única vez en su vida que mataría a nadie.
Probablemente me parezco a ella en las desgracias de todo tipo que hemos sufrido.
Y seguro que de él he heredado el saber callar.
Ya no quiero más desgracias ni quiero callar más.
A mediodía ambos coincidieron buscando comida en un refugio que estaba montando el Auxilio Social en una calle al lado de la playa.
Ya no se separarían.
Y aquí estoy yo. Frente al mar. Frente a ese mar que ellos vieron por primera vez en uno de los peores momentos de sus vidas. Ellos pasaron página porque se encontraron. Yo estoy cansada ya, encerrada en un mundo que me ha dejado sola. He perdido a las personas que daban sentido a mi vida. Hoy me voy a liberar de mi continuo encierro. Se acabó. Quiero olvidar todo: sus sufrimientos y los míos; su muerte y mi soledad.
Ellos nunca me hablaron de la primera vez que vieron el mar.
Yo tampoco hablaré de esta última vez que estoy viendo el mar.
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