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Literatura en Pina

COSAS DE LA VIDA -Julia Delcazo-

Era domingo y estábamos mudadas porque habíamos ido a Misa Mayor y además por la tarde íbamos a ir al cine.
–No os mováis de aquí que vengo enseguida – gritó mi madre desde la puerta de la cocina.
–Vale – respondí.
–Y cuida de tu hermana.
–Vale.
Nos quedamos en la cocina, en la banca grande, mi hermana y yo. Ella tenía un año y medio. Yo le quito seis. A mi lado una pilada de tebeos: El Capitán Trueno, Roberto Alcázar y Pedrín y unos hombrecillos verdes que venían del espacio transportados en sillones voladores. De estos no recuerdo el nombre, aunque tenía muchos y me gustaban. Me los traían los primos de Barcelona cuando venían a casa a pasar el mes de agosto. Estábamos en noviembre y ya me los había leído un par de veces. También me traían de Azucena y de Lolita.
En el hogar una buena fogata, pues hacía frío, y una enorme olla de agua hirviendo. Yo leyendo los tebeos y mi hermana dando vueltas alrededor mío: bajaba por la izquierda y pasaba haciendo equilibrios por delante de mí pisando el hierro que bordeaba por dentro el hogar, se supone que para que la piedra no se quemara, volvía a subir por mi derecha una y otra vez... Embebida en mis lecturas, la verdad es que no le prestaba mucha atención, sólo de cuando en cuando le decía “ten cuidado que te caerás”.
De pronto uno de sus pequeños pies resbaló y se precipitó encima del fuego. No sé cómo fue porque todo ocurrió en décimas de segundo. Recuerdo que la quise sujetar, pero no pude evitarlo y, en vez de caer en el fuego, cayó en la olla del agua que a su vez se volcó.
La saqué del hogar, le remangué el vestido y le bajé los pantalones. Llevaba el culete en carne viva. Yo sentí nauseas, pero no de asco sino de dolor. Sin embargo no lloré, aunque tenía muchas ganas. La dejé en medio de la cocina sujetándose la ropa y chillando de dolor y salí corriendo de casa en busca de ayuda.
A cuatro puertas de mi casa vivía la tía Carmen, prima de mi padre. Nos llevábamos muy bien y nos visitábamos todos los días. Pensé que
mi madre estaría allí y desde la puerta gritando pregunté:
–¡Tía! ¿está mi mama?
–No – me contestaron desde la cocina.
Salí corriendo de allí y fui a casa de las dos o tres vecinas con las que mi madre tenía más confianza. Pero no estaba con ninguna.
Entré en casa; mi hermana seguía llorando y chillando a la vez. Al verme se soltó la ropa que todavía se sujetaba y extendió sus brazos hacia mí a la vez que me llamaba: “¡tata, tata!”.
Volví corriendo a casa de mi tía, llorando desconsoladamente. Esta vez entré hasta la cocina y al verme enseguida me preguntaron:
–¿Qué te pasa?
–¡Mi hermana se ha caído al fuego!
No preguntaron nada más; se levantaron y con las manos en la cabeza echaron a correr ella y mis primas que también estaban. Salieron hacia mi casa. Yo las seguía. Mi hermana se oía llorar desde el patio.
–¡Alabado sea Dios! – dijo mi tía cuando la vio asomar por la puerta.
La pobre me había seguido llamando: “¡tata, tata!”. La cogieron en brazos con cuidado y la llevaron a su casa. La desnudaron, le untaron el culete con aceite de oliva y la envolvieron en gasas.
Cuando llegó mi madre a casa se encontró la puerta de par en par y el fuego apagado. La suerte fue que la misma agua que escaldó a mi hermana apagó las llamas ya que si le hubieran prendido las ropas de lana que llevaba seguro que el desastre hubiera sido mucho mayor. Al fin y al cabo yo sólo tenía ocho años.
Con aquellas quemaduras hoy la habrían ingresado con urgencia en la unidad de quemados y habría estado por lo menos tres meses.
Llamaron al médico, que le hizo una cura con pomadas y gasas esterilizadas. El medicamento que le ponían valía sesenta pesetas y lo gastaban en un día, pues era mucha extensión la que llevaba quemada y tenían que curarla dos veces al día. El jornal de un hombre por aquel entonces ascendía a cincuenta o sesenta pesetas.
Le costó casi año y medio curarse y cuando pudo ponerse de pie no sabía andar. Con más de tres años tuvo que volver a aprender. Por entonces ya le habían cicatrizado las heridas y le picaban y le molestaban tanto que había que estar toda la noche rascándole. Dormíamos juntas y yo le rascaba, pero me cansaba y entonces venía mi madre un rato. Yo me iba a su cama con mi padre. Después se levantaba él y luego yo volvía a mi cama otra vez. Así pasamos muchas noches y nunca he olvidado aquel lloriqueo: “¡que me picaaaa, que me picaaaa!”. Era un sonsonete mecánico y machacón que nos estremecía a todos y más de alguna vez nos hacía llorar de impotencia.
Nadie hizo reproches a nadie porque todos nos sentíamos culpables de lo sucedido. Mi madre, que fue a ver a su padre que se había puesto enfermo, se sentía culpable por dejarnos solas; mi padre por no estar en casa y yo por no tener más cuidado.
Lo que iba a ser una fiesta se convirtió en una desgracia y, puesto que tan sólo contábamos con el sueldo de mi padre, aquello, añadido a nuestra humilde situación, fue la gota que colma el vaso.
No obstante nos sentimos muy felices el día que mi hermana empezó a andar de nuevo y a hacer vida normal.
Mis padres acababan de vender a un carnicero un corderillo que anteriormente habíamos comprado muy barato a un ganadero. Lo vendían barato porque la oveja madre había tenido gemelos y le quitaban uno para que criara bien al otro o simplemente porque no lo podía criar. Nosotros lo criamos con biberón primero y luego con alfalfa, maíz, etc., durante un par de meses y luego lo vendimos para sacar un dinerillo extra.

Aquel domingo, mi padre, muy contento porque se lo habían pagado bien, dijo mientras comíamos que ya que no teníamos que tapar ningún agujero, nos íbamos a hacer un regalo los cuatro y por la tarde iríamos todos juntos al cine. Yo, aunque nunca he sido muy expresiva, recuerdo que me sentí tan feliz que hasta toqué palmas. Y mi hermana, al verme, también. Mi madre preguntó:
–¿Nos lo podemos permitir?
Y mi padre contestó:
–No lo sé, pero nos lo merecemos.
Aquellas palabras, que quizás no terminaba de comprender, me sonaron bonito.
Proyectaban, en uno de los dos cines que teníamos por entonces en el pueblo, la película Sisí emperatriz. Mi madre y yo estábamos entusiasmadas, pues era una película de mucho éxito.
No la vi hasta muchos años después, cuando la volvieron a poner.

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